
Todo esto, además de las peleas con el Partido Conservador, con algunas piadosas, con encargados vocacionales, etc. no saldrá por pantalla en los próximos días y de pronto, parecerá que todo siempre fue así, que el curita Hurtado siempre tuvo una aureola encima de la camioneta verde.
Algo en la línea de una mirada más completa y compleja, me parece se encuentra en el espléndido artículo de hoy del profesor Carlos Peña, una suerte de rockero del derecho.
"A juzgar por esa sonrisa ancha, levemente desdentada, los ojos brillando, el pelo cortado con descuido, y esa actitud corporal siempre en movimiento y en alerta -empuñando una pala, gesticulando con entusiasmo, la sotana al viento, conduciendo una camioneta, y hacia el final algo pálido y con el semblante insomne, como si incluso dormir fuera un despilfarro o una traición a los demás-, vivió en medio de esa rara felicidad, de esa bulla interior y esa melancolía que no excluye ni la duda, ni el sufrimiento ni el dolor. Estaba inflamado por la fe.
A juzgar por sus escritos, sus prédicas, sus temores, sus rabias y los recuerdos de quienes le conocieron y se dejaron hechizar por él, la suya no era esa fe tan frecuente hoy día, que se instala en sí misma, que se siente a sus anchas con el consumo conspicuo y el confort. Que se usa como un símbolo de distinción, de ascenso y de certeza. Como un signo de refinamiento espiritual. La suya no era esa fe exenta de la locura de la cruz. No era una forma de consuelo. No tenía nada que ver con los vapores metafísicos. No era un sucedáneo de la filosofía.
Era una incomodidad y un desafío. Una exigencia.
Sospecho que, por eso, él debió estar lleno de incertidumbres y de temores.Sospecho que debió dudar más de una vez de esa zarza encendida a la orilla del camino. Como si estuviera parado al borde de un abismo. Pensando una y otra vez si acaso valía la pena saltar. Quizá la fe no era más que eso, pensó. Una duda que se sostiene en sí misma y que se ahoga sólo cuando uno se vuelca a los demás. Una incomodidad que muestra que el mundo está mal hecho. Casi siempre por debajo de nuestros anhelos.Cualquier cosa, menos la simple certeza de lo sobrenatural.
Vivió en un Santiago que no es, claro, el de hoy día; aunque quizá se le parece. Por aquel entonces, cuando Alberto volvía de Europa con la cabeza llena de ilusiones, la mayoría de quienes morían no alcanzaban siquiera los catorce años. Los pobres, el servicio doméstico, los proletarios, habitaban conventillos, piezas de prestado, rincones debajo de los puentes, o incluso algo menos que eso.Una minoría de gente pasaba al lado de ellos y se reunía en los salones y en las misas como si lloviera. Encomendaban su alma a Dios y pensaban que, después de todo, siempre habrá pobres en este mundo.¿Qué tenían que ver la economía y el trabajo con la fe, con ese leve sopor que sentimos en el crepúsculo? -se preguntaban mientras caminaban a la misa, antes del almuerzo. Los domingos. Mientras dejaban caer una moneda.
Pero llegó Alberto con esa fe que no le hizo asco al mundo. Denunció entonces la injusticia. Casi perdió los modales. Iracundo, molestoso, convencido, inflamado, salivando. Sin temor al conflicto. Amo el combate, dijo, por amor al bien. Irritó a muchos, a demasiados. Lo trataron entonces de rojo, ¡de sociólogo!, de simple pedagogo. Lo acusaron de confundir el misterio de lo sobrenatural con este valle de lágrimas. Y la belleza quieta de la revelación, con la lucha de clases.Pero, insistía él, ¿cómo podían decirse católicos y caminar por entre la miseria tan tranquilos? ¿Éramos acaso sólo hijos del cielo? ¿No era el humanismo cristiano un llamado a la acción en vez de un simple relato conceptual? ¿Acaso la caridad era una huida? ¿La esperanza un espejismo para hacer andar la máquina? ¿La fe una superstición sofisticada? ¿No estaba Cristo camuflado entre los pobres? ¿Cómo podía conciliarse esta miseria con la mano providente de Dios? ¿Acaso la fidelidad a Dios no debía traducirse en justicia entre los hombres?
No estoy seguro de que todos quienes lo adorarán en los altares, tengan respuestas para esas preguntas. Por eso, quizá se preferirá acentuar en él lo sobrenatural. Lo misterioso. Y se repetirán los milagros y las apariciones. Las mandas. Las estampas. Los escapularios. Las sombras en la pared. Los tours al Vaticano. Los cánticos algo ingenuos. De fogata en la playa. El merchandising. La pulseras compradas en el mall. Se contarán historias suyas, anécdotas de cura bueno, levemente inocente. Se le convertirá en un ideólogo de la caridad a gran escala. En un simplón entusiasta. Se le transformará en un ícono de la filantropía. En un símbolo de esas cenas magras de una vez al año, donde la mano izquierda ve en las páginas sociales, y sin asomo de ninguna duda, lo que hace tu derecha. Se lo domesticará. Y temo que la espléndida insensatez de su fe brillará por su ausencia."