Un vistazo al pasado puede sugerir algunas cosas acerca de Marco Enríquez-Ominami.
A comienzos de los cincuenta, los radicales llevaban más de una década, la inflación galopaba, y la idea de que al Estado lo manejaban rapaces y ganapanes y que los partidos estaban desvencijados prendió como un incendio. Entonces, Ibáñez tomó la escoba y dijo lo que la gente quería escuchar: fustigó a los políticos (él lo era, por supuesto, pero se cuidaba de ocultarlo) y prometió una limpieza a fondo.
La renovación -el sueño de comenzar de nuevo en los brazos de un líder que se decía incorrupto- atrajo a electores de izquierda y de derecha, ex socialistas, radicales, nazis.
Ibáñez ganó.
La situación hoy día es, por supuesto, distinta. Enríquez-Ominami no es Ibáñez (el general lo superaría en años y en ideas); el país es distinto (en vez de crisis vive un ciclo de optimismo); la televisión desplazó a la radio (y la imagen al discurso), y Enríquez-Ominami, dice la evidencia, no ganará (lo aventajarán Piñera y Frei, en ese orden).
Así y todo, hay cosas en las que se parecen.
Desde luego, las críticas de Enríquez-Ominami (como las de Ibáñez de hace medio siglo) poseen una cierta plausibilidad. La picaresca de la Concertación y las rencillas que huelen mal la han desprestigiado. Y, entonces, el vago tono antipartidos encuentra terreno fértil. En la izquierda y en la derecha.
Igual que Ibáñez, Enríquez-Ominami alimenta su popularidad con la vieja fantasía de una democracia sin mediadores ni límites, donde la pureza de intenciones de los liderazgos lo asegure todo. Una sociedad en la que los intereses y los conflictos estén desprovistos de historia. Como quien dice, la política sin principio de realidad.
Un verdadero torrente de simplezas.
La diferencia con el caso de Ibáñez es que en el caso de Enríquez-Ominami los portadores de esa fantasía y de esas simplezas no son hoy las masas desilusionadas o empobrecidas, sino una pequeña élite que viene de sectores sociales a quienes la modernización y la prosperidad de estos años aburre: desde gente de izquierda deseosa de mayor radicalismo, a sectores de derecha anhelantes de sorpresas; desde quienes sienten el deseo de vengar su propio pasado, a los que quieren redimir un presente que se les antoja gris; personas, en fin, que no toleran el anonimato del tranquilo bienestar. ¿Qué puede unir a un viejo y próspero partidario de la vía armada hacia el socialismo (como Marambio) y a un economista neoclásico y liberal (como Fontaine), salvo la avidez de novedades, el afán de aventuras y el deseo de acabar con la somnolencia y el bostezo que les causa la modernización?
Los dirigentes que están detrás de Enríquez-Ominami no expresan la vieja ética de los flagelantes de la Concertación. Para eso sería necesario que descreyeran del mercado y del consumo. Tampoco reflejan lo que alguna vez se llamó la autocomplacencia. En ese caso, deberían alegrarse por estos veinte años.
Ni lo uno ni lo otro.
Su combustible no son las ideas. Es el aburrimiento.
No es que las cosas de estos años les parezcan injustas o moralmente incorrectas. Es que les dan lata.
Los aqueja la sensación de que el gradualismo -la expansión cuidadosa del bienestar material, la contención de las demandas, el manejo de las expectativas de todos estos años- no es la expresión de una virtud, sino el pretexto de una renuncia. Es probable que ésta sea la razón de por qué se muestran más o menos indiferentes ante Frei o Piñera. Y es que ambos prometen, ¡apenas!, la mediocridad de la modernización.
Así están las cosas.
Nunca el aburrimiento y el tedio -en vez de las ideas o la indignación moral- habían tenido más importancia en la política que hoy.
A comienzos de los cincuenta, los radicales llevaban más de una década, la inflación galopaba, y la idea de que al Estado lo manejaban rapaces y ganapanes y que los partidos estaban desvencijados prendió como un incendio. Entonces, Ibáñez tomó la escoba y dijo lo que la gente quería escuchar: fustigó a los políticos (él lo era, por supuesto, pero se cuidaba de ocultarlo) y prometió una limpieza a fondo.
La renovación -el sueño de comenzar de nuevo en los brazos de un líder que se decía incorrupto- atrajo a electores de izquierda y de derecha, ex socialistas, radicales, nazis.
Ibáñez ganó.
La situación hoy día es, por supuesto, distinta. Enríquez-Ominami no es Ibáñez (el general lo superaría en años y en ideas); el país es distinto (en vez de crisis vive un ciclo de optimismo); la televisión desplazó a la radio (y la imagen al discurso), y Enríquez-Ominami, dice la evidencia, no ganará (lo aventajarán Piñera y Frei, en ese orden).
Así y todo, hay cosas en las que se parecen.
Desde luego, las críticas de Enríquez-Ominami (como las de Ibáñez de hace medio siglo) poseen una cierta plausibilidad. La picaresca de la Concertación y las rencillas que huelen mal la han desprestigiado. Y, entonces, el vago tono antipartidos encuentra terreno fértil. En la izquierda y en la derecha.
Igual que Ibáñez, Enríquez-Ominami alimenta su popularidad con la vieja fantasía de una democracia sin mediadores ni límites, donde la pureza de intenciones de los liderazgos lo asegure todo. Una sociedad en la que los intereses y los conflictos estén desprovistos de historia. Como quien dice, la política sin principio de realidad.
Un verdadero torrente de simplezas.
La diferencia con el caso de Ibáñez es que en el caso de Enríquez-Ominami los portadores de esa fantasía y de esas simplezas no son hoy las masas desilusionadas o empobrecidas, sino una pequeña élite que viene de sectores sociales a quienes la modernización y la prosperidad de estos años aburre: desde gente de izquierda deseosa de mayor radicalismo, a sectores de derecha anhelantes de sorpresas; desde quienes sienten el deseo de vengar su propio pasado, a los que quieren redimir un presente que se les antoja gris; personas, en fin, que no toleran el anonimato del tranquilo bienestar. ¿Qué puede unir a un viejo y próspero partidario de la vía armada hacia el socialismo (como Marambio) y a un economista neoclásico y liberal (como Fontaine), salvo la avidez de novedades, el afán de aventuras y el deseo de acabar con la somnolencia y el bostezo que les causa la modernización?
Los dirigentes que están detrás de Enríquez-Ominami no expresan la vieja ética de los flagelantes de la Concertación. Para eso sería necesario que descreyeran del mercado y del consumo. Tampoco reflejan lo que alguna vez se llamó la autocomplacencia. En ese caso, deberían alegrarse por estos veinte años.
Ni lo uno ni lo otro.
Su combustible no son las ideas. Es el aburrimiento.
No es que las cosas de estos años les parezcan injustas o moralmente incorrectas. Es que les dan lata.
Los aqueja la sensación de que el gradualismo -la expansión cuidadosa del bienestar material, la contención de las demandas, el manejo de las expectativas de todos estos años- no es la expresión de una virtud, sino el pretexto de una renuncia. Es probable que ésta sea la razón de por qué se muestran más o menos indiferentes ante Frei o Piñera. Y es que ambos prometen, ¡apenas!, la mediocridad de la modernización.
Así están las cosas.
Nunca el aburrimiento y el tedio -en vez de las ideas o la indignación moral- habían tenido más importancia en la política que hoy.
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