En Chile, leer es una práctica en peligro de extinción. En los últimos seis meses, cuarenta y uno por ciento de los chilenos no ha leído un solo libro. La responsabilidad de tal catástrofe recae fundamentalmente en el Estado, que desde el retorno a la democracia, en 1990, no ha sido capaz de generar políticas eficaces de fomento a la lectura, reproduciendo una y otra vez gestos vacíos, buenas intenciones y compromisos que no son nada más que correctos saludos a la bandera. El casi millón de dólares que el Estado destina a la compra de libros va a parar en gran parte a libros de literatura infantil, autoayuda, esoterismo y manualidades. Lo que predomina al momento de la selección son los criterios mercantiles; pero bueno, en Chile todo está dominado por criterios mercantiles y el libro, específicamente la literatura, ha sido una de sus mayores víctimas.
Dominada por las trasnacionales, en el escenario chileno la industria del libro ha logrado imponer criterios mercantiles, privilegiando narrativas estandarizadas y de baja calidad (como Roberto Ampuero, Hernán Rivera Letelier y Carla Guelfenbein). A esto hay que sumar el nulo interés gubernamental por apoyar iniciativas tan básicas como la eliminación del iva a los libros, que alcanza diecinueve por ciento, y el arrinconamiento al que son sometidas las editoriales medianas y pequeñas, conocidas como editoriales independientes, por donde pasa desde hace algunos años lo mejor de la literatura nacional, tanto en narrativa (Kato Ramone, Óscar Barrientos, Yuri Pérez, Daniel Hidalgo, Federico Zurita, Eugenia Prado, David Poblete, Francisco Miranda, Cristóbal Gaete, Luis Seguel, Nona Fernández, Mili Rodríguez, Claudio Maldonado, Pablo Toro, por nombrar algunos), como en lo referido a la producción poética, el género que más se publica en Chile (Verónica Jiménez, Elvira Hernández, Priscilla Cajales, Paula Ilabaca, Gladys González, Ángela Barraza, Nadia Prado, Germán Carrasco, Juan Carlos Urtaza, Daniel Rojas Pachas, David Bustos, Juan Carreño, Leonardo Sanhueza, Raúl Hernández, Cristián Cabello, Yanko González, Camilo Brodsky, Víctor Hugo Díaz, Héctor Hernández Montecinos, Guido Arroyo, Diego Ramírez, entre muchos otros). Lo peor es que no existe siquiera un debate sobre políticas culturales que tiendan a transformar profundamente el modo en que desde el Estado se enfrenta el tema de nuestra crisis cultural. El país agoniza en términos culturales, no en cuanto a las élites, que siempre se las arreglan, sino en términos de millones y millones de chilenos para quienes la literatura dejó hace rato de ser siquiera un tema de entretención.
Foto: eldiario.es |
En este contexto, la participación chilena en Guadalajara puede verse como una simple anécdota que será inocua frente a la gravedad de la crisis que atravesamos. Aunque sí tiene un aspecto interesante y es la representación de la ficción de país reconciliado que se realizará en la Feria. La Concertación, que gobernó el país durante veinte años, creó esa ficción de país reconciliado y diverso, pujante nación que dejaba atrás a pasos agigantados a sus vecinos latinoamericanos, porque había logrado acuerdos fundamentales en convivencia, economía y política. Sólo se les pasaron por alto algunos detalles: la desigualdad ha crecido a niveles intolerantes, la educación y la salud pública se derrumban y el pueblo mapuche sufre el asedio constante de las fuerzas policiales, por sólo nombrar algunas urgencias que hacen ver al discurso dominante casi como una forma de violencia o por lo menos de burla. Esa tonalidad ha seguido predominando en el discurso oficial, ahora con un gobierno de derecha.
En ese simulacro nos encontramos y el diseño de invitados a Guadalajara se rige por esta ficción reconciliada y triunfalista. Así, se realizó una inteligente mezcla de mercado y cuoteos políticos, generando una imagen-país de diversidad y tolerancia acorde con el manejo de continuación concertacionista que ha tenido el Ministerio de la Cultura. Jugando al simulacro de hermanarnos por el arte y la cultura, vamos a representar a los mexicanos y al mundo el Chile del siglo XXI; olvidémonos de todo lo demás, mostremos nuestra mejor cara.
Desesperados por salir al mundo, nuestros escritores preparan sus maletas y trajes de fiesta para asistir a una suerte de reality show o carnaval que dejará entre paréntesis nuestros conflictos internos (se vería muy feo que te llevaran a pasear, perdón, a representar al país, y mordieras la mano que te pagó el pasaje y la estadía). Pero también hay que reconocer una cosa fundamental: Chile ama, con un amor verdadero e inquebrantable, la globalización, ese invento extraordinario, supremo, que nos permitió terminar, por fin, con nuestro aislamiento, con esa sensación que nos hizo vivir durante siglos sintiendo que éramos el último rincón del mundo, así que estamos siempre dispuestos a vender el alma y más a cualquier cosa que signifique que somos aceptados como iguales en la sociedad global. Si antes cordillera, mar y desierto parecían barreras que nos alejaban de todo lo interesante que pasaba en el mundo, salvo para los cosmopolitas millonarios de siempre, el nuevo orden mundial ha destruido esas barreras, abriendo nuevas oportunidades de triunfo para todos.
En 1992, dos años después del fin de la dictadura, al gobierno de la época se le ocurrió, en un acto de exhibicionismo incomprensible y aberrante, llevar un iceberg desde la Antártica a la Exposición Mundial de Sevilla, en España. No recuerdo si se lo trajeron de vuelta o lo usaron para enfriar algunos tragos celebrando tan genial idea, el caso es que han pasado veinte años y no tenemos razones para esperar que nuestros escritores y escritoras, extremadamente valiosos en muchos casos, cumplan una función similar a la de ese cubo de hielo. Y eso porque en Chile hace años que el mercado viene batallando para que el escritor jamás, pero jamás, se convierta en un sujeto político capaz de levantar algunas banderas que le permitan reconectar la literatura con el mundo. Algunos y algunas, los menos, se resisten con estoicismo a ese destino; otros no serán más que ese olvidado iceberg de Sevilla.
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