Sigue el debate sobre Peña versus los monseñores:Miércoles 16 de Julio de 2008
"Domingo 13 de Julio de 2008
Mentiras verdaderas
Carlos Peña
El ministro Viera-Gallo se quejó de cuán violenta era "El señor de la querencia" de TVN. Y un obispo reclamó porque el afiche que promovía a "Lola", la teleserie del 13, mostraba a un hombre embarazado.
Ambos coincidieron: hay que separar la realidad de la ficción.
"Se trata de que se clarifique qué es ficción. Eso sería muy positivo" -dijo el ministro con ese tono suyo entre reflexivo y distante.
"Produce confusión y rompe, a través del potente medio comunicacional de la imagen, con el corazón mismo de lo que la naturaleza nos dice con su maravilloso lenguaje: sólo las mujeres se embarazan" -dijo, por su parte, el obispo, al revelar lo que el afiche ponía en peligro.
El ministro y el obispo parecen compartir un mismo punto de vista respecto de la cultura de masas.
Ambos creen que la relación entre los medios y las audiencias es unilateral. Los medios transmitirían un mensaje que las audiencias, indefensas e irreflexivas, asimilarían sin chistar como parte de la realidad. Así, en la comunicación masiva las audiencias no tendrían papel alguno, salvo el de recipientes más o menos entontecidos de lo que los medios entregan. Esta imagen de las audiencias parece tomada de la psicología de las masas del XIX: un conjunto de seres humanos convertidos, mediante artilugios, en estúpidos repentinos.
Entonces, para impedir que las audiencias comulguen con ruedas de carreta y se perviertan, un grupo de personas -parecidas al obispo y al ministro- deberían controlar los mensajes. Ellos cuidarían que los encargados moderen la violencia, que los diseñadores no transgredan lo obvio, que los guionistas usen el diccionario, que los vestuaristas cubran lo que es debido, que los personajes guarden los modales.
Pero el ministro y el obispo no sólo coinciden en esa visión de los medios. Ambos piensan, además, que es posible, con total claridad, separar la realidad de la ficción.
¡Qué Piglia! ¡Qué Baudrillard! ¡Qué Borges! ¡Qué Barthes! ¡Qué Lacan! ¡Qué ocho cuartos! Cuando usted ve televisión, lee un libro o escucha un relato -parecen pensar-, habría una línea clara y nítida que permite distinguir lo real de lo fingido. Como quien dice: del lado de acá de la línea está la realidad; del lado de allá, la ficción. Si usted quiere saber cómo es lo real, mire hacia un lado de la línea; si quiere distraerse y olvidar la realidad, mire para este otro lado.
Sólo la mala fe se empeñaría en borrar esa línea o en poner de este lado lo que, en verdad, está del otro.
Según ese punto de vista, las ficciones son un puro engaño y no revelan nada: las mentiras son mentiras; las verdades, verdades. Así de simple.
Pero no es tan simple.
Las mentiras de la ficción suelen ser la única manera de acceder a un puñado de verdades que de otra forma se mantendrían ocultas. La gente se deja llevar por las ficciones no sólo para evadirse o entretenerse, sino también para enterarse de un puñado de cosas que sólo la ficción es capaz de enseñarnos. La gente sigue leyendo "La Metamorfosis" o "Madame Bovary" no para escapar, sino como una forma de acercarse a lo real.
Desde luego, no es lo mismo una teleserie que una novela, un culebrón que una obra de teatro (aunque hay teleseries mejores que algunas novelas y culebrones que harían palidecer de envidia a un dramaturgo); pero en todas subyace el mismo principio: la ficción en vez de alejarnos de la realidad, nos permite acercarnos a ella.
Por eso, si le creyéramos al ministro o al obispo, incurriríamos en excesos que nos sonrojarían.
Entonces, habría que prohibir las peripecias de Gregorio Samsa (puesto que un hombre convertido en escarabajo, más incluso que uno embarazado, podría negar el abismo que, afortunadamente, Dios trazó entre nosotros y los insectos); impedir que se filme el "Orden de las Familias" de Edwards (alguien podría verse estimulado al incesto); procurar no se mencionara "Frente a un hombre armado" de Mauricio Wacquez (puesto que su contenido transgrede la correcta disposición de los sexos); borrar de todo registro a Ema Bovary (quien en su búsqueda del amor auténtico contradice la fidelidad de María); guardar bajo siete llaves los Diarios de Anaias Nin (son infieles a nuestra condición antropológica); sacar de las librerías "Nunca me abandones" de Ishiguro (sospechoso de promover la clonación); quemar "Lolita" de Nabokov (arriesga el peligro de fomentar la pedofilia), y prohibir la lectura de El Cantar de los Cantares (las masas confundirían el límpido amor con la libido).
Y así.
Todas las ficciones con las que intentamos describir la realidad, al tacho de la basura.
En su lugar, historias más sanas: hagiografías, vidas ejemplares, episodios heroicos, sermones, paradigmas morales. ¡Qué se habían creído! ¿Que era posible imaginar cualquier cosa?"
"Tribuna
Martes 15 de Julio de 2008
Violencia en televisión
Lo más desconcertante de las reacciones provocadas por algunos juicios sobre la inconveniencia de la "violencia excesiva" en la televisión es la dificultad de discutir el tema sin suscitar un tono ácido y exagerado al argumentar, como si lo que se transmite en la pantalla debiera ser sustraído al juicio ciudadano. Es tanta la susceptibilidad que con facilidad se equipara crítica con censura y se rasgan vestiduras contra actitudes moralizantes inhibidoras de la libertad. Sin ánimo polémico y menos con intención de descalificar a nadie o hacer alarde de "cultura", creo que es necesario debatir sobre la calidad de nuestra televisión, en especial cuando el país se apronta a dar el paso hacia la televisión digital. ¿Qué sacaríamos con que se multiplicaran las voces si la melodía fuera siempre la misma? En este caso, no debiera haber "más de lo mismo".
Nadie puede desconocer el impacto de la televisión en la formación de las personas. ¿Cómo se explicaría, por ejemplo, que en la discusión de la ley del tabaco, parlamentarios de distintos sectores promovieran la prohibición de fumar en los programas televisivos? La TV se ha convertido en nuestra verdadera "plaza pública": ahí se generan constantemente imágenes, valores, hábitos y lenguajes que contribuyen a conformar nuestra cultura. Vivimos en la sociedad de la comunicación total."
(Sigue)
J.A. Viera-Gallo
"Miércoles 16 de julio
Ojos bien cerrados
Señor Director:
En su nota de ayer, el ministro Viera-Gallo incurre en algunas confusiones.
Sostiene que la televisión es equivalente a una "plaza pública". Es cierto. Pero de allí se sigue un argumento para favorecer la diversidad de los mensajes, no para estrechar su contenido. Que algo sea una plaza es, prima facie, una razón para que entre el que quiera, en vez de ser una razón para obligar a alguien a salir de allí.
Por otra parte, del hecho de que los mensajes causen un cierto clima cultural o de opinión (v.gr. banalizar la violencia) tampoco es una razón admisible a favor del control de los medios. Como el efecto causal que produce un mensaje depende del discernimiento de quienes lo reciben, no es posible controlarlo sin deteriorar la libertad de las audiencias.
Por eso -salvo los casos del "discurso de odio" y otros de esa índole- es mejor dejar que los medios transmitan, y los adultos vean, los contenidos que les plazcan.
El ministro, entretanto, podrá cerrar los ojos o cambiar de canal.
CARLOS PEÑA
Miércoles 16 de Julio de 2008
La ficción y la tontería
Señor Director:
Carlos Peña descalifica, como carente del sentido de la ficción, a un obispo que protestó por la imagen del hombre embarazado en la publicidad de una teleserie. Esa protesta -nos dice- se funda en una separación nítida entre ficción y realidad, separación que borraría del mapa o convertiría en autores prohibidos a un Borges, a un Kafka, a un Flaubert, a un Nabokov.
A mi entender, ese argumento no prueba nada porque prueba demasiado, como se dice en lógica. Somos muchos los lectores infatigables de ficción literaria, auténticos adictos a las "mentiras verdaderas" (como suele llamarse a las novelas de calidad), y que, no obstante, estamos completamente de acuerdo con aquella protesta por el varón preñado.
Pienso que la distinción correcta es simplemente otra: no la que media entre ficción y realidad, sino la que media entre ficciones creativas, reveladoras, profundas ("mentiras verdaderas"), por una parte, y por otra, ficciones huecas, tontas, insignificantes, de publicidad barata, como la del caso, que no es ingeniosa, sino chabacana y de mal gusto, y que no revela verdad alguna sobre el hombre y la mujer.
JOSÉ MIGUEL IBÁÑEZ LANGLOIS"
Cartas
Jueves 17 de Julio de 2008
Ficciones
Señor Director:
José Miguel Ibáñez -en su carta de ayer- afirma que he descalificado a un obispo "como carente del sentido de la ficción". No es así. No tengo ningún interés en desmentir las competencias -menos las capacidades- de un obispo para tratar con ese tipo de materias.
Lo que sostuve es que el obispo parecía malentender a los medios masivos y confiar, con algo de ingenuidad, en las posibilidades de separar la ficción de la realidad.
De otra parte, estoy de acuerdo con José Miguel Ibáñez en que hay ficciones -no géneros- buenas y malas. Así por lo demás lo dije en mi columna.
Pero esa distinción no puede ser esgrimida como un principio para regular el discurso público.
CARLOS PEÑA
"Domingo 13 de Julio de 2008
Mentiras verdaderas
Carlos Peña
El ministro Viera-Gallo se quejó de cuán violenta era "El señor de la querencia" de TVN. Y un obispo reclamó porque el afiche que promovía a "Lola", la teleserie del 13, mostraba a un hombre embarazado.
Ambos coincidieron: hay que separar la realidad de la ficción.
"Se trata de que se clarifique qué es ficción. Eso sería muy positivo" -dijo el ministro con ese tono suyo entre reflexivo y distante.
"Produce confusión y rompe, a través del potente medio comunicacional de la imagen, con el corazón mismo de lo que la naturaleza nos dice con su maravilloso lenguaje: sólo las mujeres se embarazan" -dijo, por su parte, el obispo, al revelar lo que el afiche ponía en peligro.
El ministro y el obispo parecen compartir un mismo punto de vista respecto de la cultura de masas.
Ambos creen que la relación entre los medios y las audiencias es unilateral. Los medios transmitirían un mensaje que las audiencias, indefensas e irreflexivas, asimilarían sin chistar como parte de la realidad. Así, en la comunicación masiva las audiencias no tendrían papel alguno, salvo el de recipientes más o menos entontecidos de lo que los medios entregan. Esta imagen de las audiencias parece tomada de la psicología de las masas del XIX: un conjunto de seres humanos convertidos, mediante artilugios, en estúpidos repentinos.
Entonces, para impedir que las audiencias comulguen con ruedas de carreta y se perviertan, un grupo de personas -parecidas al obispo y al ministro- deberían controlar los mensajes. Ellos cuidarían que los encargados moderen la violencia, que los diseñadores no transgredan lo obvio, que los guionistas usen el diccionario, que los vestuaristas cubran lo que es debido, que los personajes guarden los modales.
Pero el ministro y el obispo no sólo coinciden en esa visión de los medios. Ambos piensan, además, que es posible, con total claridad, separar la realidad de la ficción.
¡Qué Piglia! ¡Qué Baudrillard! ¡Qué Borges! ¡Qué Barthes! ¡Qué Lacan! ¡Qué ocho cuartos! Cuando usted ve televisión, lee un libro o escucha un relato -parecen pensar-, habría una línea clara y nítida que permite distinguir lo real de lo fingido. Como quien dice: del lado de acá de la línea está la realidad; del lado de allá, la ficción. Si usted quiere saber cómo es lo real, mire hacia un lado de la línea; si quiere distraerse y olvidar la realidad, mire para este otro lado.
Sólo la mala fe se empeñaría en borrar esa línea o en poner de este lado lo que, en verdad, está del otro.
Según ese punto de vista, las ficciones son un puro engaño y no revelan nada: las mentiras son mentiras; las verdades, verdades. Así de simple.
Pero no es tan simple.
Las mentiras de la ficción suelen ser la única manera de acceder a un puñado de verdades que de otra forma se mantendrían ocultas. La gente se deja llevar por las ficciones no sólo para evadirse o entretenerse, sino también para enterarse de un puñado de cosas que sólo la ficción es capaz de enseñarnos. La gente sigue leyendo "La Metamorfosis" o "Madame Bovary" no para escapar, sino como una forma de acercarse a lo real.
Desde luego, no es lo mismo una teleserie que una novela, un culebrón que una obra de teatro (aunque hay teleseries mejores que algunas novelas y culebrones que harían palidecer de envidia a un dramaturgo); pero en todas subyace el mismo principio: la ficción en vez de alejarnos de la realidad, nos permite acercarnos a ella.
Por eso, si le creyéramos al ministro o al obispo, incurriríamos en excesos que nos sonrojarían.
Entonces, habría que prohibir las peripecias de Gregorio Samsa (puesto que un hombre convertido en escarabajo, más incluso que uno embarazado, podría negar el abismo que, afortunadamente, Dios trazó entre nosotros y los insectos); impedir que se filme el "Orden de las Familias" de Edwards (alguien podría verse estimulado al incesto); procurar no se mencionara "Frente a un hombre armado" de Mauricio Wacquez (puesto que su contenido transgrede la correcta disposición de los sexos); borrar de todo registro a Ema Bovary (quien en su búsqueda del amor auténtico contradice la fidelidad de María); guardar bajo siete llaves los Diarios de Anaias Nin (son infieles a nuestra condición antropológica); sacar de las librerías "Nunca me abandones" de Ishiguro (sospechoso de promover la clonación); quemar "Lolita" de Nabokov (arriesga el peligro de fomentar la pedofilia), y prohibir la lectura de El Cantar de los Cantares (las masas confundirían el límpido amor con la libido).
Y así.
Todas las ficciones con las que intentamos describir la realidad, al tacho de la basura.
En su lugar, historias más sanas: hagiografías, vidas ejemplares, episodios heroicos, sermones, paradigmas morales. ¡Qué se habían creído! ¿Que era posible imaginar cualquier cosa?"
"Tribuna
Martes 15 de Julio de 2008
Violencia en televisión
Lo más desconcertante de las reacciones provocadas por algunos juicios sobre la inconveniencia de la "violencia excesiva" en la televisión es la dificultad de discutir el tema sin suscitar un tono ácido y exagerado al argumentar, como si lo que se transmite en la pantalla debiera ser sustraído al juicio ciudadano. Es tanta la susceptibilidad que con facilidad se equipara crítica con censura y se rasgan vestiduras contra actitudes moralizantes inhibidoras de la libertad. Sin ánimo polémico y menos con intención de descalificar a nadie o hacer alarde de "cultura", creo que es necesario debatir sobre la calidad de nuestra televisión, en especial cuando el país se apronta a dar el paso hacia la televisión digital. ¿Qué sacaríamos con que se multiplicaran las voces si la melodía fuera siempre la misma? En este caso, no debiera haber "más de lo mismo".
Nadie puede desconocer el impacto de la televisión en la formación de las personas. ¿Cómo se explicaría, por ejemplo, que en la discusión de la ley del tabaco, parlamentarios de distintos sectores promovieran la prohibición de fumar en los programas televisivos? La TV se ha convertido en nuestra verdadera "plaza pública": ahí se generan constantemente imágenes, valores, hábitos y lenguajes que contribuyen a conformar nuestra cultura. Vivimos en la sociedad de la comunicación total."
(Sigue)
J.A. Viera-Gallo
"Miércoles 16 de julio
Ojos bien cerrados
Señor Director:
En su nota de ayer, el ministro Viera-Gallo incurre en algunas confusiones.
Sostiene que la televisión es equivalente a una "plaza pública". Es cierto. Pero de allí se sigue un argumento para favorecer la diversidad de los mensajes, no para estrechar su contenido. Que algo sea una plaza es, prima facie, una razón para que entre el que quiera, en vez de ser una razón para obligar a alguien a salir de allí.
Por otra parte, del hecho de que los mensajes causen un cierto clima cultural o de opinión (v.gr. banalizar la violencia) tampoco es una razón admisible a favor del control de los medios. Como el efecto causal que produce un mensaje depende del discernimiento de quienes lo reciben, no es posible controlarlo sin deteriorar la libertad de las audiencias.
Por eso -salvo los casos del "discurso de odio" y otros de esa índole- es mejor dejar que los medios transmitan, y los adultos vean, los contenidos que les plazcan.
El ministro, entretanto, podrá cerrar los ojos o cambiar de canal.
CARLOS PEÑA
Miércoles 16 de Julio de 2008
La ficción y la tontería
Señor Director:
Carlos Peña descalifica, como carente del sentido de la ficción, a un obispo que protestó por la imagen del hombre embarazado en la publicidad de una teleserie. Esa protesta -nos dice- se funda en una separación nítida entre ficción y realidad, separación que borraría del mapa o convertiría en autores prohibidos a un Borges, a un Kafka, a un Flaubert, a un Nabokov.
A mi entender, ese argumento no prueba nada porque prueba demasiado, como se dice en lógica. Somos muchos los lectores infatigables de ficción literaria, auténticos adictos a las "mentiras verdaderas" (como suele llamarse a las novelas de calidad), y que, no obstante, estamos completamente de acuerdo con aquella protesta por el varón preñado.
Pienso que la distinción correcta es simplemente otra: no la que media entre ficción y realidad, sino la que media entre ficciones creativas, reveladoras, profundas ("mentiras verdaderas"), por una parte, y por otra, ficciones huecas, tontas, insignificantes, de publicidad barata, como la del caso, que no es ingeniosa, sino chabacana y de mal gusto, y que no revela verdad alguna sobre el hombre y la mujer.
JOSÉ MIGUEL IBÁÑEZ LANGLOIS"
Cartas
Jueves 17 de Julio de 2008
Ficciones
Señor Director:
José Miguel Ibáñez -en su carta de ayer- afirma que he descalificado a un obispo "como carente del sentido de la ficción". No es así. No tengo ningún interés en desmentir las competencias -menos las capacidades- de un obispo para tratar con ese tipo de materias.
Lo que sostuve es que el obispo parecía malentender a los medios masivos y confiar, con algo de ingenuidad, en las posibilidades de separar la ficción de la realidad.
De otra parte, estoy de acuerdo con José Miguel Ibáñez en que hay ficciones -no géneros- buenas y malas. Así por lo demás lo dije en mi columna.
Pero esa distinción no puede ser esgrimida como un principio para regular el discurso público.
CARLOS PEÑA
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