"Siempre me he sentido un católico inglés"
Ya está en librerías La Deuda, novela en la que el narrador y columnista se vale de dos hechos reales para indagar en los dilemas del Chile de hoy. ¿Una novela de tesis? "De muchas tesis", admite divertido y sin complejos, al estilo Gumucio.
Entrevista en suplemento(?)facsimil/panfleto(?) Revista de Libros por María Teresa Cárdenas
"Ya no soy un niño sensible que se siente alarmado por todo", dice con cara de niño y de alarma. Pero es cierto, hay que creerle, Rafael Gumucio Araya -hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de personajes que han llevado su mismo nombre y que son parte de la historia de Chile- ha crecido. Y ha dejado de ser promesa. No sólo porque ya está cerca de los 40 años y a esa edad nadie puede seguir siéndolo. Es La Deuda (Random House Mondadori) la que habla por él: si hasta ahora había jugado a ser un personaje y a protagonizar sus historias y a mostrarse como un escritor en ciernes, en su más reciente novela son vidas y hechos ajenos los que le permiten actuar como un narrador maduro y dueño de sus recursos. Opinante como es, no lo disimula en este libro, en el que hay muchas teorías y frases para subrayar, varias de ellas polémicas, sobre el Chile actual. Un país que ha profundizado sus diferencias bajo una aparente igualdad.
"El extranjero piensa que todos somos iguales porque nos vestimos más o menos igual y porque todos vamos a colegios con nombres de santos, pero hay santos buenos y santos malos y las diferencias de sueldos son de diez veces y más", afirma, con la dosis de humor necesaria para que no duela.
De esa realidad, según él, no cabe si no esperar resentimiento. Y estampa en la novela una de sus teorías: "Mientras la envidia es solamente una variación del odio, es decir, una de las formas que adopta el amor, el resentimiento es eminentemente sexual. (...) La envidia es así, platónica, mientras el resentimiento es aristotélico. La envidia se agota en palabras, el resentimiento necesita actos. El envidioso es un melancólico, un artista sin pincel o lápiz, mientras que el resentido es un empresario, un hombre de acción".
Inspirado en el caso del "contador de las estrellas" que hizo noticia hace algunos años por estafar a artistas y animadores, La Deuda es protagonizada por Juan Carlos Riquelme, el contador-resentido, y Fernando Girón, un cineasta criado en Macul -"el centro mismo de la clase media"- a quien la vida le ha dado mejores oportunidades que a sus vecinos. Entre otras cosas, el matrimonio con Fernanda -"parecemos un dúo folclórico", Fernanda y Fernando-, ex alumna del Villa María. Cercano a la Concertación, Fernando se ve envuelto, en la segunda parte del libro, en otro hecho inspirado en la realidad, el caso MOP-Gate.
-¿Por qué elegiste vidas ajenas si hasta ahora el mejor personaje de tus libros habías sido tú mismo?
-El yo de Memorias prematuras o de Los platos rotos fue, como tú dices, sólo un personaje. Un personaje que tenía la peligrosa costumbre de parecer sincero. Un truco, esa sinceridad aparente, del que sentí que tenía que librarme para respirar tranquilo. Yo ya no soy un niño sensible que se siente alarmado por todo, sino alguien que vive en el mundo, que negocia, que traiciona, que gana y pierde plata. Necesitaba contar eso, como funcionan las cosas, o como percibo yo al menos que funcionan. Tenía, en resumen, que dejar de ser yo para ser realmente yo.
-¿Y te costó hacerlo?
-Empecé a escribir pensando que esto sería un guión de cine, pero me demoraba mucho en la descripción de los personajes y sus estados de ánimos y me di cuenta de que era una novela. Justo por entonces pasé casi todo un año encerrado en un departamento en Nueva York sin poder salir de los Estados Unidos por un problema de visa. La novela ahí se hizo monstruosa, llego a tener 800 páginas con toda suerte de historias paralelas y diálogos interminables. Una versión de 600 páginas fue sometida al juicio de un amigo (Patricio Fernández), mi esposa y mi hermano Ignacio. A nadie le gustó y yo pensé que tampoco me gustaba a mí, pero seguí otro año entero hasta llegar a una versión de 400 páginas que tampoco le gustó a nadie. Ahí decidí que ya bastaba, pero sin darme cuenta empecé a escribirla de nuevo desde cero. Eso me costó dos años más.
-En la novela tratas nada menos que la culpa, el gran tema de la literatura universal.
-No hay imagen más certera de lo que es una novela que ese ratón de laboratorio al que le hicieron crecer una oreja en la espalda. La novela es como ese ratón, un monstruoso experimento. Pero en vez de orejas le injertamos moral a los personajes. A través de gente que no existe, nos preguntamos cómo hay o no hay que actuar. Mientras escribí esta novela descubrí dos autores que son ahora mis favoritos. Uno es Saul Bellow, el otro, Turgueniev. Mi novela no se parece a las suyas, ni puede aspirar a su excelencia, pero creo que los dos me ayudaron a ver que se podía, sin perder el frescor, la libertad, la inconciencia, convertir la novela en una indagación de los dilemas de tu época. Gracias a ellos descubrí que sólo hay una cosa peor que una novela de ideas: una novela sin ideas.
-¿Dirías que es una novela de tesis? En ella aparecen varios temas sobre los que has reflexionado en tus columnas.
-Es una novela de muchas tesis. Para cada uno de los personajes, si les preguntas, la novela tiene una conclusión distinta. No resolver esta duda, no zanjar este debate, yo creo que es el rol del novelista. Uno tiene que ser como los buenos moderadores en los debates presidenciales; o sea, no moderar nada. Al revés, hay que hacer que cada cual tenga inmoderadamente la razón. Como el moderador del debate, por lo demás, no te puedo decir por cuál de mis personajes voy a votar al final.
-¿Te interesa también Graham Greene, perseguido como tú por la culpa cristiana?
-Me gusta mucho y debe tener algo esta novela. También la simplicidad con que plantea las tramas, lo directo de su estilo. Es una siutiquería decirlo, pero siempre me he sentido un católico inglés, un católico en un país donde es raro serlo, donde hay que explicar por qué se es católico. El catolicismo chileno nunca ha tenido que hacerlo y por eso es tan aburrido y dogmático.
-Antes que los libros, está la familia, el colegio, ¿cómo fue en ese sentido tu aprendizaje de la culpa y de esos sentimientos asociados que aparecen en tu novela, el miedo, el dolor y el perdón?
-Bueno, mi abuelo (Rafael Agustín Gumucio) fundó un partido que se llama Izquierda Cristiana, es decir la mezcla perfecta de la culpa cristiana con la culpa de izquierda. Yo fui criado en eso, y no me he librado nunca de esa sombra. Mientras escribía llegué a formular todo un discurso contra la culpa, una visión liberal y a veces libertaria del mundo, pero al poco andar me di cuenta de que necesitaba la culpa, que sin ella todo era mucho más pobre, más triste, más incomprensible. La piedad cristiana infantiliza y se equivoca, pero prefiero mil veces ese error a la lucidez del que no cree nada ni en nadie, llámese Stalin, Hitler o Pinochet.
-Aunque en la novela te refieres a la corrupción vinculada a la Concertación, los malos son de la derecha.
-A mí personalmente me parece siempre peor la derecha, y más aún en Chile. No estoy de acuerdo con lo que la derecha quiere hacer; que lo haga sin corrupción, con eficiencia, me parece aún peor. Una derecha corrupta sería al menos más humana, más permeable, más divertida.
-Tu libro se basa en un hecho puntual, pero parece que quisiste hablar de una deuda mucho más amplia.
-El protagonista de la novela descubre que todas las deudas están interconectadas entre sí. El problema con un contador es también de alguna forma un problema con tu esposa, con tu país, con tu historia. Una deuda son todas las deudas, y cualquier deuda por pequeña que sea te hace tan deudor como un continente entero. Es justamente esa red, lo que une la responsabilidad más mínima con la mayor, la que se hace visible ahora con la crisis financiera mundial.
-¿Cómo sobrellevas estas preocupaciones, que están en tus genes, en el Chile de hoy?
-Al margen de mis genes, yo creo que las clases y sus choques son un tema novelístico muy rico y fértil. La verdadera diversidad nunca es racial o cultural, sino social. El otro es siempre de otra clase. Parte de lo que hace tan aburrida algunas novelas europeas actuales es su horrible uniformidad social. Es lo que también hace aburridas muchas novelas chilenas, que curiosamente se centran en los problemas y dilemas de una sola clase (rica o pobre, da lo mismo), percatándose siempre con sorpresa de que los otros existen sólo al final de la novela.
-Tus protagonistas son el joven de Macul y la niña del Villa María, ¿no te asusta caer en estereotipos?
-Quien huye del mal gusto cae en el hielo, dijo Neruda. ¿Se puede contar una novela social del Chile de los noventa sin la palabra Macul y la palabra Villa María?
-¿Quisiste reivindicar a esa mujer de clase alta y un poco loca que finalmente se la juega por su marido?
-No reivindico nada ni a nadie, sino que se me apareció que Fernanda, para mi sorpresa y la suya, era una buena esposa al final. A mí la mujer chilena me ha interesado siempre. Hay algo caníbal en ellas, algo que tiene que ver con una inteligencia y una lucidez que no encuentran correspondencia en el hombre chileno y se convierten en sobrecarga y cortocircuito.
-Hace unos años te preparabas para la "gran batalla de la novela", mientras participabas en la "guerrilla de la crónica". ¿Cómo saliste parado?
-La ficción obliga a muchas acrobacias parecidas a la crónica, pero sin red que te contenga si te caes del trapecio. Es lo que yo más respeto de ella, te enfrenta con una inseguridad total y completa.
-¿Te sirvió el ejercicio de la columna para escribir este libro?
-Yo me hice escritor escribiendo en los diarios, eso es lo que me permite vivir la escritura sin mañosería ni mitología. Escribo apurado, sin saber muchas veces qué voy a hacer, y admitiendo sin llorar que mucho de lo que escribo no vale nada y puede perfectamente caer a la basura. Eso yo creo que es una gran lección para cualquiera que escriba.
-¿Y te acomoda el rol de escritor opinante?
-Me gusta y me pagan por eso. Creo que la mayor parte de los escritores que me gustan son o fueron opinantes. La imagen del escritor puro en su escritorio me ha parecido siempre una trampa que castra más de lo que ayuda.
-¿Qué le debes a la novela del siglo XIX, de la que te has declarado lector y admirador?
-Las novelas del siglo XIX tienen para mí una cualidad que las del siglo XXI muy pocas veces alcanzan: me conciernen. Me reconozco más en Stendhal que en cualquier escritor contemporáneo. En términos de ambición, de audacia, de ganas, de delirio, nada ha igualado la novela del siglo XIX. Al menos hasta Flaubert, que terminó con la fiesta, queriendo organizar la orgía, o sea matándola.
-¿Reconoces tu deuda con algún escritor chileno?
-Con muchos, pero en este libro yo creo que le debo algo a Manuel Rojas, que es uno de mis escritores favoritos.
-¿Cuáles son los nuevos mitos que detectas en este Chile de farándula?
-El mito de que eso que tenemos aquí es una farándula. Siempre me llama la atención que podamos mirar con pasión algún reality, en un país que es entero un reality.
-Antes fueron "Los Platos Rotos" y ahora "La Deuda", ¿quién paga finalmente en Chile?
-Ése es el problema: paga Moya.
La Deuda
Random House Mondadori, Santiago, 2009, 352 páginas, $12.000.
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