El caso Karadima tiene muchos ribetes.
El que por ahora acaba de concluir -puesto que los abogados del cura preparan la apelación- es sólo una parte.
Se encuentra desde luego la increíble lenidad que la Iglesia chilena -y en especial el cardenal Errázuriz- mostraron en todo este asunto. Una institución como la Iglesia, que aspira a conducir la vida de las personas y que en ese afán modela o intenta modelar el alma de los niños y los jóvenes, tiene la obligación de ser más inquisitiva y alerta con la conducta de sus miembros.
Y Errázuriz no lo fue: su agilidad estuvo por debajo de la de un paquidermo.
A lo anterior se suma el papel de las autoridades políticas y de los jueces. Un estado aconfesional tiene el deber de permitir la práctica pública y privada de todos los credos; pero tiene el deber de cuidar que, a la hora del culto, no se transgredan los derechos de las personas. Desgraciadamente, las autoridades públicas en Chile -confundiendo sus propias convicciones con aquellas que sirven el cargo que ejercen- suelen comportarse ante la Iglesia más como fieles crédulos que como autoridades alertas.
¿Cómo explicar de otra forma que lo que parece obvio al lento Vaticano -abusos de menores, nada menos- merezca hasta ahora una investigación apenas tímida y breve de la justicia chilena?
Una institución como la Iglesia, que aspira a guiar las vidas humanas desde la cuna hasta la tumba, que cuenta con escuelas y universidades y goza de subsidios con cargo a rentas generales, debe estar expuesta, tanto por parte de sus propias autoridades como por parte del Estado, a mayores niveles de escrutinio.
Pero no es sólo la actitud de la Iglesia y del Estado en su conjunto lo que, a propósito de este caso, debe analizarse.
Todavía está la Unión Sacerdotal, una de las asociaciones más sorprendentes de la Iglesia chilena.
Esa organización administra un importante patrimonio inmobiliario y cuenta con una importante red social. Hasta hace poco -e incluso después que estalló todo este escándalo- fue dirigida por el obispo Andrés Arteaga, una de las vocaciones más fieles que Karadima logró despertar (y uno de los cinco obispos que, de manera misteriosa, aportaron a la Iglesia). Por supuesto el mero hecho de pertenecer a la Unión Sacerdotal, o incluso dirigirla, no debe estimarse reprochable; pero no cabe duda de que todo esto requiere una explicación. No es razonable que lo que para el Vaticano merece un castigo, para el obispo Arteaga, y los demás miembros de la Unión Sacerdotal, sea apenas motivo de silencio. No se trata de que Arteaga y los otros miembros opinen de Karadima -ya lo hizo el Vaticano-, pero, sin duda, podrán hacerlo acerca de su propio papel en el caso.
En fin, se encuentra la dimensión, por decirlo así, espiritual. Karadima -al igual que los Legionarios de Cristo que fundó el embaucador de Marcial Maciel- cultivó un tipo de religiosidad intimista y ritual, alejado de la Iglesia socialmente comprometida. Es el tipo de espiritualidad que suele atraer a los grupos sociales satisfechos con el consumo que anhelan una práctica religiosa exenta de las locuras de la cruz. En los años ochenta -cuando la Iglesia solía preguntar ¿dónde está tu hermano?-, Karadima enseñaba que la fe podía prescindir perfectamente de esas preguntas si los sacramentos -especialmente la confesión- se realizaban con puntualidad y con escrúpulo.
Por supuesto, sería ridículo siquiera sugerir que hay una vinculación necesaria entre este tipo de religiosidad y casos como los de Karadima o Maciel; pero no cabe duda de que personalidades como las de ellos florecen con mayor facilidad allí donde la práctica religiosa pierde sentido público y social y donde la fe se reduce a repetir dos o tres veces un puñado de creencias y a mantener una relación íntima entre el creyente y Dios mediada por el sacerdote.
No es posible saber qué efecto tendrá en la Iglesia el que Karadima -formalmente un delincuente- haya educado a cincuenta sacerdotes y a cinco obispos. No faltará, por supuesto, quien diga que esto prueba que Dios, después de todo, escribe con letras torcidas.
El que por ahora acaba de concluir -puesto que los abogados del cura preparan la apelación- es sólo una parte.
Se encuentra desde luego la increíble lenidad que la Iglesia chilena -y en especial el cardenal Errázuriz- mostraron en todo este asunto. Una institución como la Iglesia, que aspira a conducir la vida de las personas y que en ese afán modela o intenta modelar el alma de los niños y los jóvenes, tiene la obligación de ser más inquisitiva y alerta con la conducta de sus miembros.
Y Errázuriz no lo fue: su agilidad estuvo por debajo de la de un paquidermo.
A lo anterior se suma el papel de las autoridades políticas y de los jueces. Un estado aconfesional tiene el deber de permitir la práctica pública y privada de todos los credos; pero tiene el deber de cuidar que, a la hora del culto, no se transgredan los derechos de las personas. Desgraciadamente, las autoridades públicas en Chile -confundiendo sus propias convicciones con aquellas que sirven el cargo que ejercen- suelen comportarse ante la Iglesia más como fieles crédulos que como autoridades alertas.
¿Cómo explicar de otra forma que lo que parece obvio al lento Vaticano -abusos de menores, nada menos- merezca hasta ahora una investigación apenas tímida y breve de la justicia chilena?
Una institución como la Iglesia, que aspira a guiar las vidas humanas desde la cuna hasta la tumba, que cuenta con escuelas y universidades y goza de subsidios con cargo a rentas generales, debe estar expuesta, tanto por parte de sus propias autoridades como por parte del Estado, a mayores niveles de escrutinio.
Pero no es sólo la actitud de la Iglesia y del Estado en su conjunto lo que, a propósito de este caso, debe analizarse.
Todavía está la Unión Sacerdotal, una de las asociaciones más sorprendentes de la Iglesia chilena.
Esa organización administra un importante patrimonio inmobiliario y cuenta con una importante red social. Hasta hace poco -e incluso después que estalló todo este escándalo- fue dirigida por el obispo Andrés Arteaga, una de las vocaciones más fieles que Karadima logró despertar (y uno de los cinco obispos que, de manera misteriosa, aportaron a la Iglesia). Por supuesto el mero hecho de pertenecer a la Unión Sacerdotal, o incluso dirigirla, no debe estimarse reprochable; pero no cabe duda de que todo esto requiere una explicación. No es razonable que lo que para el Vaticano merece un castigo, para el obispo Arteaga, y los demás miembros de la Unión Sacerdotal, sea apenas motivo de silencio. No se trata de que Arteaga y los otros miembros opinen de Karadima -ya lo hizo el Vaticano-, pero, sin duda, podrán hacerlo acerca de su propio papel en el caso.
En fin, se encuentra la dimensión, por decirlo así, espiritual. Karadima -al igual que los Legionarios de Cristo que fundó el embaucador de Marcial Maciel- cultivó un tipo de religiosidad intimista y ritual, alejado de la Iglesia socialmente comprometida. Es el tipo de espiritualidad que suele atraer a los grupos sociales satisfechos con el consumo que anhelan una práctica religiosa exenta de las locuras de la cruz. En los años ochenta -cuando la Iglesia solía preguntar ¿dónde está tu hermano?-, Karadima enseñaba que la fe podía prescindir perfectamente de esas preguntas si los sacramentos -especialmente la confesión- se realizaban con puntualidad y con escrúpulo.
Por supuesto, sería ridículo siquiera sugerir que hay una vinculación necesaria entre este tipo de religiosidad y casos como los de Karadima o Maciel; pero no cabe duda de que personalidades como las de ellos florecen con mayor facilidad allí donde la práctica religiosa pierde sentido público y social y donde la fe se reduce a repetir dos o tres veces un puñado de creencias y a mantener una relación íntima entre el creyente y Dios mediada por el sacerdote.
No es posible saber qué efecto tendrá en la Iglesia el que Karadima -formalmente un delincuente- haya educado a cincuenta sacerdotes y a cinco obispos. No faltará, por supuesto, quien diga que esto prueba que Dios, después de todo, escribe con letras torcidas.
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