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No dejen que los niños vengan a mí


Editorial del The Clinic de la edición N° 111, del 4 de septiembre de 2003


"El jueves 28 de agosto fueron detenidos tres menores -H.D.I de 12 años y los hermanos D.P.D y R.P.D, ambos de 13 - por el asesinato del indigente Pedro Alfaro. Dicen los peritajes que estos niños, todos confesos, lo atacaron con piedras y palos, le robaron las poquísimas pertenencias que tendría y, a continuación, lo quemaron para no dejar rastros.
La televisión entrevistó a la familia de uno de ellos. Su madre, con una voz algo más preocupada de lo normal, dijo que su hijo no era bueno, que consumía drogas y que ya había tirado la esponja, y no recuerdo si fue ella misma o una de esas vecinas que siempre tienen algo que decir, quien agregó que la familia ya había hecho todo lo posible por rescatarlo, de modo que lo demás era problema del estado. El punto es que hasta en su propia casa el niño en cuestión era considerado un caso perdido.
Mientras los escuchaba, no pude dejar de pensar en esos niños a los que el discurso imperante les ha dado el rótulo de criminales. Yo vi esa casa de palos y plásticos en medio de un peladero, mucho más triste y destartalada que la de cualquier perro regalón del barrio alto, en la que prácticamente vivían, y no pude dejar de preguntarme quién era más digno de compasión, si el indigente muerto o estos niños que lo asesinaron.
Limpio y bien vestido, un menor de doce años parece guagua. En los colegios particulares sus madres los recogen de la mano y les compran dulces con formas de chupetes a la salida. En los cumpleaños soplan velas, se ponen gorros y rompen piñatas con una furia que apenas alcanzaría para quebrarle el ala a un gorrión. Estos otros, en cambio, se conocen la calle y la noche de memoria, y aunque algunos de ellos creen que lo saben todo y otros mayores prefieren convencerse de que es cierto, en el fondo son iguales a esos otros niños con olor a talco y cara de bobos. Y es que cuando se habla de los delincuentes suele olvidarse la frágil humanidad que hay detrás de esa categoría con que la sociedad condena a sus agresores. A sus agresores agredidos, habría que decir.
Algunos argumentarán que estos pequeños truhanes se escudan en su corta edad para cometer sus ilícitos, pero olvidan que ni siquiera entienden bien de qué se escudan ni cuáles son las consecuencias finales de sus actos.

Otros afirman que tipos más viejos los usan para sus fechorías, pero este no es argumento para castigarlos a ellos, al menos no más de la cuenta ni del mismo modo en que se debiera castigar a un torturador maduro. En el fondo, lo grave del discurso que reina hoy por hoy, es que más que acoger, rechaza, y más que sumar, resta. No hay mejor manera de condenar a alguien a la delincuencia que bautizarlo como delincuente (como si serlo fuera una esencia con la que se viene del vientre), porque ahí se queda, habitando su nombre.
Es simplemente una cobardía política pensar que solo con más policías la calles serán más seguras. Estos niños que mataron están diciendo otra cosa. Yo, al menos, creo escucharlos gritar que perdieron la esperanza. No estaría nada mal que todos esos que se llenan la boca prometiendo futuro les pusieran un poco de atención."




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