Carlos Peña se explaya en el punto del que me reía ayer. El espesor político del encadilante Marco:
"Hay dos tipos de políticos.El primero cultiva la ética de la convicción, el otro la ética de la responsabilidad.
Uno de ellos piensa que sólo responde por la pureza de sus ideales, sea cuales fueren sus consecuencias; el otro, en cambio, se siente responsable por las consecuencias y, a la vista de ellas, es capaz de demorar sus ideales.
En Chile ha habido de ambos.
Miguel Enríquez fue de los primeros. Él pensó que la tarea del político era la de mantener viva la llama de la pura convicción, la llama, por ejemplo, de la injusticia del sistema de clases. Él creyó que su tarea consistía, ante todo, en avivar esa llama y se mostró más dispuesto a exhibir la pureza de sus convicciones (incluso al precio de la vida propia y de la ajena) que a hacer lo necesario para realizarlas.
Patricio Aylwin, en cambio, fue de los segundos. Él supo que en la vida democrática los propios ideales —también los tiene firmes— se alcanzan a retazos y que sólo se puede dar un paso cada vez. Él creyó que la política se parecía a horadar lenta y profundamente unas tablas duras (sin nunca ceder a la tentación de romperlas).
La historia política de Chile podría escribirse según cuál tipo de ética ha predominado. Hubo años de la ética de la convicción (es el caso de la izquierda de los setenta). Ha habido años de ética de la responsabilidad (fue la que guió la transición).
Lo que hasta ahora, sin embargo, no se conocía, era una ética que ni tiene convicciones, ni atiende a las consecuencias.
Como quien dice, una ética del vacío.
La inauguró Marco Enríquez-Ominami. Si atendemos a su discurso (al oírlo uno tiene la impresión de que hace esfuerzos para que la abundancia de palabras oculte la falta de ideas) los conceptos que lo guían son más bien delgados: molestia por el sistema de partidos, una obvia ojeriza hacia la clase política, un porfiado empeño en rencillas personales, una excesiva delectación consigo mismo, algunas cuantas ocurrencias y poco más.
Hay en todo eso algo adolescente. Su adolescencia no deriva de las críticas que formula (algunas de ellas acertadas) sino de la convicción que él (un político profesional, hijo de un político profesional y un heredero de políticos profesionales) no tiene nada que ver con la maldad y la estupidez del sistema que critica.
Es difícil pensar que una figura como esa —huérfana de partidos y embriagada de adolescencia— pueda renovar la política, cambiar el rumbo de la Concertación, sentar las bases de una democracia deliberativa o llevar adelante un proyecto de mejora y reforma del Estado.
Menos si, a contar del viernes, es oficialmente un outsider.
Outsiders ha habido en casi todas las elecciones presidenciales desde 1989. Algunos fueron pintorescos (Francisco Javier Errázuriz), otros dignos (Max-Neef), otros más bien patéticos (Frei Bolívar).
Casi todos -como hoy día Marco Enríquez-Ominami- pensaron que la voluntad individual podía prescindir de los partidos (o inventarlos), que la clase política era torpe y malvada (y ellos en cambio puros y limpios), que el pasado era una obsesión inútil (eran mejores sus sueños), que sus rivales los maldecían y temían (cuando ellos sólo querían competir), que había promesas incumplidas (que ellos por supuesto llevarían a término), que las políticas públicas eran sencillas y fáciles (la derogación de la UF en el caso de Fra Fra, la energía verde en el caso de Max-Neef, las mejoras a la clase media en el caso de Frei Bolívar).
Cada uno de ellos se inventó una narrativa (Fra Fra la del esfuerzo personal, Max-Neef la de los mosquitos, Frei Bolívar la de la empatía), y todos, sin excepción, miraron a las cámaras (y se vieron a sí mismos).
Todos ellos fracasaron. Y no quedó nada.
Y es difícil pensar que con Marco Enríquez-Ominami vaya a ocurrir algo distinto.
Sobre todo si no hay en él (políticamente hablando) ningún rastro de Miguel Enríquez ni de Aylwin, por citar los dos paradigmas de la política chilena. Ni convicciones incombustibles, ni cálculo responsable de consecuencias."
"Hay dos tipos de políticos.El primero cultiva la ética de la convicción, el otro la ética de la responsabilidad.
Uno de ellos piensa que sólo responde por la pureza de sus ideales, sea cuales fueren sus consecuencias; el otro, en cambio, se siente responsable por las consecuencias y, a la vista de ellas, es capaz de demorar sus ideales.
En Chile ha habido de ambos.
Miguel Enríquez fue de los primeros. Él pensó que la tarea del político era la de mantener viva la llama de la pura convicción, la llama, por ejemplo, de la injusticia del sistema de clases. Él creyó que su tarea consistía, ante todo, en avivar esa llama y se mostró más dispuesto a exhibir la pureza de sus convicciones (incluso al precio de la vida propia y de la ajena) que a hacer lo necesario para realizarlas.
Patricio Aylwin, en cambio, fue de los segundos. Él supo que en la vida democrática los propios ideales —también los tiene firmes— se alcanzan a retazos y que sólo se puede dar un paso cada vez. Él creyó que la política se parecía a horadar lenta y profundamente unas tablas duras (sin nunca ceder a la tentación de romperlas).
La historia política de Chile podría escribirse según cuál tipo de ética ha predominado. Hubo años de la ética de la convicción (es el caso de la izquierda de los setenta). Ha habido años de ética de la responsabilidad (fue la que guió la transición).
Lo que hasta ahora, sin embargo, no se conocía, era una ética que ni tiene convicciones, ni atiende a las consecuencias.
Como quien dice, una ética del vacío.
La inauguró Marco Enríquez-Ominami. Si atendemos a su discurso (al oírlo uno tiene la impresión de que hace esfuerzos para que la abundancia de palabras oculte la falta de ideas) los conceptos que lo guían son más bien delgados: molestia por el sistema de partidos, una obvia ojeriza hacia la clase política, un porfiado empeño en rencillas personales, una excesiva delectación consigo mismo, algunas cuantas ocurrencias y poco más.
Hay en todo eso algo adolescente. Su adolescencia no deriva de las críticas que formula (algunas de ellas acertadas) sino de la convicción que él (un político profesional, hijo de un político profesional y un heredero de políticos profesionales) no tiene nada que ver con la maldad y la estupidez del sistema que critica.
Es difícil pensar que una figura como esa —huérfana de partidos y embriagada de adolescencia— pueda renovar la política, cambiar el rumbo de la Concertación, sentar las bases de una democracia deliberativa o llevar adelante un proyecto de mejora y reforma del Estado.
Menos si, a contar del viernes, es oficialmente un outsider.
Outsiders ha habido en casi todas las elecciones presidenciales desde 1989. Algunos fueron pintorescos (Francisco Javier Errázuriz), otros dignos (Max-Neef), otros más bien patéticos (Frei Bolívar).
Casi todos -como hoy día Marco Enríquez-Ominami- pensaron que la voluntad individual podía prescindir de los partidos (o inventarlos), que la clase política era torpe y malvada (y ellos en cambio puros y limpios), que el pasado era una obsesión inútil (eran mejores sus sueños), que sus rivales los maldecían y temían (cuando ellos sólo querían competir), que había promesas incumplidas (que ellos por supuesto llevarían a término), que las políticas públicas eran sencillas y fáciles (la derogación de la UF en el caso de Fra Fra, la energía verde en el caso de Max-Neef, las mejoras a la clase media en el caso de Frei Bolívar).
Cada uno de ellos se inventó una narrativa (Fra Fra la del esfuerzo personal, Max-Neef la de los mosquitos, Frei Bolívar la de la empatía), y todos, sin excepción, miraron a las cámaras (y se vieron a sí mismos).
Todos ellos fracasaron. Y no quedó nada.
Y es difícil pensar que con Marco Enríquez-Ominami vaya a ocurrir algo distinto.
Sobre todo si no hay en él (políticamente hablando) ningún rastro de Miguel Enríquez ni de Aylwin, por citar los dos paradigmas de la política chilena. Ni convicciones incombustibles, ni cálculo responsable de consecuencias."
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