Frailes en la República
"¿Hay alguna incoherencia en apoyar a la Iglesia por su defensa de los derechos humanos durante la dictadura y oponerse a ella ahora, en democracia, cuando se discute sobre la píldora?
Monseñor Alejandro Goic sostuvo que sí. La Concertación -agregó- posee un "doble estándar" en esta materia.
"Personas que ayer defendían a la Iglesia ante quienes nos arrinconaban (...) por defender los derechos humanos, (...) hoy pretenden encerrar a la Iglesia en la sacristía de una fe privatizada".
¿Es razonable esa crítica?
No.
Una crítica como ésa es simplemente insólita viniendo del obispo de una Iglesia que es invitada a exponer en el Congreso Nacional cada vez que asoma algo que pudiera herirla, que tiene innumerables escuelas y nada menos que seis universidades con financiamiento estatal; que cuenta con una poderosa red de televisión, que accede a los medios cuando le place y que posee una notoria presencia en los ritos republicanos, al extremo de que si le dijéramos a cualquier observador imparcial que Chile es un Estado laico, pensaría, sin duda, que nos burlábamos de él.
Presentar a una Iglesia que tiene esa presencia cultural y ese poder como si estuviera siendo empujada a las catacumbas es ¡simplemente increíble!
¿Cómo explicarlo?
Lo que ocurre es que monseñor Goic confunde el derecho de la Iglesia a manifestar sus puntos de vista en el espacio público (algo que nadie discute y que, llegado el caso, todos debiéramos defender) con la pretensión de que esos puntos de vista sean, sin más, tenidos por verdaderos (algo que es obviamente inaceptable).
Una cosa es que la Iglesia reclame su derecho a hacer valer sus puntos de vista, otra es que pretenda que se le reconozca autoridad a la hora de formularlos. Lo primero es plenamente admisible en una sociedad que trata con igualdad a sus miembros, lo segundo no. En una sociedad abierta, los ciudadanos pueden voluntariamente reconocer autoridad a alguien; pero nadie tiene derecho a reclamarla en razón simplemente de ser quien es.
Y ése es justamente el problema.
La Iglesia no tiene derecho alguno (como no lo tiene ningún sector) a que se le reconozca autoridad para emitir los juicios que emite. Ella puede esmerarse en obtener ese reconocimiento en el foro de la cultura y de la educación (al igual como lo hacen otros sectores), pero no puede pretender que tiene derecho a él.
Por eso, el reproche de Goic a los sectores políticos que fueron perseguidos y que la Iglesia protegió no sólo es insólito.
Es inaceptable.
Del hecho que la Iglesia haya protegido a las víctimas de la dictadura se sigue una indudable razón para estarle agradecido. Pero de ahí no se sigue que deba reconocérsele autoridad en todos los ámbitos de la vida. Cuándo las víctimas se protegían en la Iglesia eran eso: víctimas indefensas, no ciudadanos que adherían a todo aquello que la Iglesia proclamaba. ¿Desde cuándo la víctima de abusos solicita refugio a cambio de enajenar su autonomía y su reflexión? ¿Acaso las víctimas deben ser tratadas como Robinson trataba a Viernes?
No hay nada más fácil para eludir los gravámenes que impone a todos una sociedad abierta y reflexiva, que hacerse el ofendido o el perseguido. Es lo que -a falta de mejores argumentos- hizo monseñor Goic: acusar de malagradecidos a quienes, apenas, quieren reflexionar por sí mismos.
Por eso, en vez de posar de perseguida, la Iglesia debe hacer lo que ha venido haciendo hasta ahora: esparcir sus creencias y sus puntos de vista en la esfera de la cultura, en los medios de comunicación, en sus innumerables colegios, en sus seis universidades financiadas con subsidios públicos, en sus canales de televisión y en las audiencias del Congreso a las que seguirá siendo, sin duda, invitada.
Pero si los ciudadanos no se dejan convencer y si, como parece estar ocurriendo, a pesar de todo porfían en mantener una esfera de autonomía, la Iglesia debe aceptarlo y no exagerar -como lo hizo monseñor- tratando de hacernos creer que el desacuerdo es lo mismo que una condena a las catacumbas.
"¿Hay alguna incoherencia en apoyar a la Iglesia por su defensa de los derechos humanos durante la dictadura y oponerse a ella ahora, en democracia, cuando se discute sobre la píldora?
Monseñor Alejandro Goic sostuvo que sí. La Concertación -agregó- posee un "doble estándar" en esta materia.
"Personas que ayer defendían a la Iglesia ante quienes nos arrinconaban (...) por defender los derechos humanos, (...) hoy pretenden encerrar a la Iglesia en la sacristía de una fe privatizada".
¿Es razonable esa crítica?
No.
Una crítica como ésa es simplemente insólita viniendo del obispo de una Iglesia que es invitada a exponer en el Congreso Nacional cada vez que asoma algo que pudiera herirla, que tiene innumerables escuelas y nada menos que seis universidades con financiamiento estatal; que cuenta con una poderosa red de televisión, que accede a los medios cuando le place y que posee una notoria presencia en los ritos republicanos, al extremo de que si le dijéramos a cualquier observador imparcial que Chile es un Estado laico, pensaría, sin duda, que nos burlábamos de él.
Presentar a una Iglesia que tiene esa presencia cultural y ese poder como si estuviera siendo empujada a las catacumbas es ¡simplemente increíble!
¿Cómo explicarlo?
Lo que ocurre es que monseñor Goic confunde el derecho de la Iglesia a manifestar sus puntos de vista en el espacio público (algo que nadie discute y que, llegado el caso, todos debiéramos defender) con la pretensión de que esos puntos de vista sean, sin más, tenidos por verdaderos (algo que es obviamente inaceptable).
Una cosa es que la Iglesia reclame su derecho a hacer valer sus puntos de vista, otra es que pretenda que se le reconozca autoridad a la hora de formularlos. Lo primero es plenamente admisible en una sociedad que trata con igualdad a sus miembros, lo segundo no. En una sociedad abierta, los ciudadanos pueden voluntariamente reconocer autoridad a alguien; pero nadie tiene derecho a reclamarla en razón simplemente de ser quien es.
Y ése es justamente el problema.
La Iglesia no tiene derecho alguno (como no lo tiene ningún sector) a que se le reconozca autoridad para emitir los juicios que emite. Ella puede esmerarse en obtener ese reconocimiento en el foro de la cultura y de la educación (al igual como lo hacen otros sectores), pero no puede pretender que tiene derecho a él.
Por eso, el reproche de Goic a los sectores políticos que fueron perseguidos y que la Iglesia protegió no sólo es insólito.
Es inaceptable.
Del hecho que la Iglesia haya protegido a las víctimas de la dictadura se sigue una indudable razón para estarle agradecido. Pero de ahí no se sigue que deba reconocérsele autoridad en todos los ámbitos de la vida. Cuándo las víctimas se protegían en la Iglesia eran eso: víctimas indefensas, no ciudadanos que adherían a todo aquello que la Iglesia proclamaba. ¿Desde cuándo la víctima de abusos solicita refugio a cambio de enajenar su autonomía y su reflexión? ¿Acaso las víctimas deben ser tratadas como Robinson trataba a Viernes?
No hay nada más fácil para eludir los gravámenes que impone a todos una sociedad abierta y reflexiva, que hacerse el ofendido o el perseguido. Es lo que -a falta de mejores argumentos- hizo monseñor Goic: acusar de malagradecidos a quienes, apenas, quieren reflexionar por sí mismos.
Por eso, en vez de posar de perseguida, la Iglesia debe hacer lo que ha venido haciendo hasta ahora: esparcir sus creencias y sus puntos de vista en la esfera de la cultura, en los medios de comunicación, en sus innumerables colegios, en sus seis universidades financiadas con subsidios públicos, en sus canales de televisión y en las audiencias del Congreso a las que seguirá siendo, sin duda, invitada.
Pero si los ciudadanos no se dejan convencer y si, como parece estar ocurriendo, a pesar de todo porfían en mantener una esfera de autonomía, la Iglesia debe aceptarlo y no exagerar -como lo hizo monseñor- tratando de hacernos creer que el desacuerdo es lo mismo que una condena a las catacumbas.
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