"El miércoles que recién pasó, Marcelo Venegas fue elegido, por unanimidad, como presidente del Tribunal Constitucional de Chile. Al día siguiente, Sonia Sotomayor fue confirmada como integrante de la Suprema Corte de los Estados Unidos.
Hasta ahí llegan las semejanzas. El resto son alarmantes diferencias.
Sonia Sotomayor -nacida en el Bronx y graduada a punta de talento en Yale- fue nominada por Obama hace dos meses. Luego fue sometida a un intenso escrutinio en el Senado. Se le interrogó acerca del aborto, el activismo judicial y los derechos de las minorías y se le pidieron cuentas por otra serie de declaraciones suyas. Los profesores de derecho discutieron acerca de sus méritos y la prensa siguió de cerca el debate. En suma, se la allanó sin pudores y sin clemencia a fin de verificar que sus opiniones y sus actos estuvieran a la altura de lo que se espera de un juez constitucional.
Y es que ese tipo de jueces son quienes están a cargo de decir qué derechos tenemos y cuáles son las reglas en base a las cuales los diversos poderes del estado deben comportarse.
No es poco. Y eso justifica que en el Congreso de los Estados Unidos se registre a los nominados hasta los últimos intersticios.
El caso de Marcelo Venegas, recién elegido presidente del Tribunal Constitucional de Chile, es muy diferente.
Aunque tiene casi el mismo poder que el que tendrá Sotomayor, el proceso que lo condujo a ese cargo y los méritos que exhibe son muy distintos.
Su carrera pública -juzgada desde la altura en que hoy está- deja harto que desear. Toda su vida profesional la hizo como funcionario de la dictadura hasta culminarla como director de la Dinacos, el órgano que manejaba las comunicaciones del régimen y que, cuando era necesario, imponía la censura. Algo que Venegas hizo sin problema.
No parece un muy buen antecedente como para ser la cabeza del Tribunal que custodia la Constitución y los derechos de las personas.
Pero nada de eso importó. Y es que a la hora de designarlo, nadie -ni un solo diputado, ni un solo senador- miró siquiera el currículum del juez Venegas ni le consultó nada. Su nominación fue el resultado de un juego de toma y daca (hoy por ti mañana por mí) que le confería a cada sector político el derecho a llenar uno de los cupos del Tribunal. De escrutinio público ante los ojos de la ciudadanía, nada.
Y así Venegas se hizo de un sillón.
El resto fue más o menos sencillo. Una vez allí (y sentado en medio de otros jueces nombrados con similar método) surgió el inevitable espíritu corporativo que elude el debate y el control. De ahí a asignar el cargo de presidente sin ningún cuidado por las formas, en base a un sistema de turnos, y sin atender a la importancia pública del asunto -que es lo que ocurrió con la nominación del juez Venegas- hay un paso.
La pregunta por cuál era el estándar que debía cumplir un juez constitucional al margen de cualquier otra consideración, nadie se la hizo. Ni los senadores y diputados que participaron de su nombramiento, ni los jueces que acaban de designarlo. Ninguno estuvo a la altura. Los primeros trataron el asunto como si fuera un botín a repartir. Los segundos como si la Presidencia del Tribunal pudiera resolverse con criterios privados como la amistad y el compañerismo.
Mientras la brillante y esforzada jueza Sotomayor sudaba lágrimas cuando respondía preguntas y los senadores registraban su vida, el juez Venegas, sentado en su sillón, sólo esperaba que sus colegas del Tribunal cumplieran con el turno acordado. Mientras Sotomayor exhibía su vida como garantía de su fidelidad a la ley, Venegas guardaba silencio y cruzaba los dedos para que nadie recordara su época de funcionario de la dictadura. Mientras los senadores norteamericanos revisaban el desempeño de Sotomayor buscando algún tropiezo, los diputados y senadores chilenos ni se enteraron de qué cosa hacía Venegas antes de que fuera nominado.
Simplemente impresentable.
El único a quien no es posible reprender es al juez Venegas quien, en su defensa, siempre podrá decir que después de todo nunca nadie le preguntó nada."
Hasta ahí llegan las semejanzas. El resto son alarmantes diferencias.
Sonia Sotomayor -nacida en el Bronx y graduada a punta de talento en Yale- fue nominada por Obama hace dos meses. Luego fue sometida a un intenso escrutinio en el Senado. Se le interrogó acerca del aborto, el activismo judicial y los derechos de las minorías y se le pidieron cuentas por otra serie de declaraciones suyas. Los profesores de derecho discutieron acerca de sus méritos y la prensa siguió de cerca el debate. En suma, se la allanó sin pudores y sin clemencia a fin de verificar que sus opiniones y sus actos estuvieran a la altura de lo que se espera de un juez constitucional.
Y es que ese tipo de jueces son quienes están a cargo de decir qué derechos tenemos y cuáles son las reglas en base a las cuales los diversos poderes del estado deben comportarse.
No es poco. Y eso justifica que en el Congreso de los Estados Unidos se registre a los nominados hasta los últimos intersticios.
El caso de Marcelo Venegas, recién elegido presidente del Tribunal Constitucional de Chile, es muy diferente.
Aunque tiene casi el mismo poder que el que tendrá Sotomayor, el proceso que lo condujo a ese cargo y los méritos que exhibe son muy distintos.
Su carrera pública -juzgada desde la altura en que hoy está- deja harto que desear. Toda su vida profesional la hizo como funcionario de la dictadura hasta culminarla como director de la Dinacos, el órgano que manejaba las comunicaciones del régimen y que, cuando era necesario, imponía la censura. Algo que Venegas hizo sin problema.
No parece un muy buen antecedente como para ser la cabeza del Tribunal que custodia la Constitución y los derechos de las personas.
Pero nada de eso importó. Y es que a la hora de designarlo, nadie -ni un solo diputado, ni un solo senador- miró siquiera el currículum del juez Venegas ni le consultó nada. Su nominación fue el resultado de un juego de toma y daca (hoy por ti mañana por mí) que le confería a cada sector político el derecho a llenar uno de los cupos del Tribunal. De escrutinio público ante los ojos de la ciudadanía, nada.
Y así Venegas se hizo de un sillón.
El resto fue más o menos sencillo. Una vez allí (y sentado en medio de otros jueces nombrados con similar método) surgió el inevitable espíritu corporativo que elude el debate y el control. De ahí a asignar el cargo de presidente sin ningún cuidado por las formas, en base a un sistema de turnos, y sin atender a la importancia pública del asunto -que es lo que ocurrió con la nominación del juez Venegas- hay un paso.
La pregunta por cuál era el estándar que debía cumplir un juez constitucional al margen de cualquier otra consideración, nadie se la hizo. Ni los senadores y diputados que participaron de su nombramiento, ni los jueces que acaban de designarlo. Ninguno estuvo a la altura. Los primeros trataron el asunto como si fuera un botín a repartir. Los segundos como si la Presidencia del Tribunal pudiera resolverse con criterios privados como la amistad y el compañerismo.
Mientras la brillante y esforzada jueza Sotomayor sudaba lágrimas cuando respondía preguntas y los senadores registraban su vida, el juez Venegas, sentado en su sillón, sólo esperaba que sus colegas del Tribunal cumplieran con el turno acordado. Mientras Sotomayor exhibía su vida como garantía de su fidelidad a la ley, Venegas guardaba silencio y cruzaba los dedos para que nadie recordara su época de funcionario de la dictadura. Mientras los senadores norteamericanos revisaban el desempeño de Sotomayor buscando algún tropiezo, los diputados y senadores chilenos ni se enteraron de qué cosa hacía Venegas antes de que fuera nominado.
Simplemente impresentable.
El único a quien no es posible reprender es al juez Venegas quien, en su defensa, siempre podrá decir que después de todo nunca nadie le preguntó nada."
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