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El color del dinero, by Peña

"La relación del dinero con la política -problemática, pero inevitable- se puso de manifiesto esta semana con tres incidentes: el bono ofrecido por Piñera (¡cohecho!, gritó el comando de Frei), las cifras del gasto de campaña (de nuevo Piñera se hizo una zancadilla a sí mismo) y la propaganda electoral que comenzó en medio de sanciones (gracias a un juez que aplica a la ley el mismo rigor que pone para salir en la foto).
De todos, el más inofensivo fue el bono de Piñera.
Llamarlo cohecho es un exceso retórico. Será útil en la refriega, pero es un exceso -serán innumerables de aquí a diciembre-. Anticipar una medida gubernamental dando las cifras -para abrir el apetito del electorado como si el asunto fuera una subasta- podrá ser de mal gusto, pero no es cohecho: es confundir el juego democrático con una licitación. Pero no es cohecho. Si hubiera que darle una interpretación más benigna, habría que decir que Piñera quiso asemejarse, con poco estilo, es cierto, al gobierno de Bachelet y demostrar que si es electo, hará más o menos lo mismo.

¿Quién hubiera pensado hace apenas un año -cuando las trompetas del desalojo se soplaban como si fueran las que, según la Biblia, acabaron derrumbando las murallas de Jericó- que el candidato de la derecha iba a guardar bien al fondo del maletín su tradicional discurso de baja de impuestos, eficiencia del gasto público y menos Estado para sustituirlo por la política de protección social? ¿Qué queda de la derecha si en su discurso no asoma nada de lo que la ha caracterizado el último tiempo, ni el conservantismo moral (Piñera apoya la píldora), ni la ortodoxia de Chicago (ya vimos lo del bono), ni el tradicional discurso a favor del estado nacional (Piñera es partidario del reconocimiento de los pueblos indígenas)? ¿Qué se hizo la derecha? ¿Dónde está, que no se ve?
Sorprendente. Pero así son las cosas: si el rival al que usted se opone es bueno, imítelo.

Los otros dos incidentes de esta semana (la transgresión de los plazos en la propaganda electoral y la opacidad en los niveles del gasto, que, la verdad sea dicha, comprometen por igual a Frei y a Piñera) revelan cuán difícil es regular las relaciones entre el dinero y la política.
Desde luego, si los límites al gasto (sí, en Chile existen) se fiscalizaran con rigor, nada de eso sucedería: si los candidatos tuvieran una cantidad fija a gastar, preferirían usarla hacia el final de la campaña. Lo mismo, si el gasto se fiscalizara de veras, ningún candidato se atrevería a responder con vaguedades a la hora que se le preguntara cuánto gastó. El Servicio Electoral, en algún momento, lo corregiría, y el sonrojo sería inevitable.
Pero las cosas -la experiencia comparada lo muestra de manera abundante- no son tan sencillas.
Para controlar el gasto electoral, usted tendría que valorar todos los bienes comprometidos en la campaña: desde el valor de las figuras televisivas -el mercado publicitario podría indicar el costo alternativo de su tiempo- a las campañas que promueven valores afines a los del candidato -como, por ejemplo, una campaña en contra del aborto que favorecería a un candidato conservador, si lo hubiera-, pasando por la valoración de los bienes fiscales que suelen comprometerse en las campañas -como es obvio, los senadores y diputados usan bienes fiscales (autos, pasajes, celulares) a favor de su reelección.
¿Es deseable un mundo como ése, donde nadie se pase de la raya y donde hasta el menor suspiro pueda ser objeto de control con el pretexto de que podría exceder los límites del gasto?
No.

Un mundo como ése sería intolerable para la libertad de expresión.
Importaría un nivel de control en la comunicación incompatible con la vida democrática.
Por eso, todos los sistemas toleran la defensa de temas que, aún inequívocamente asociados a un candidato, no importan un llamado electoral directo; los diversos mecanismos ideados para fragmentar las donaciones cuando éstas tienen límites; el amplio uso de internet.
Y es que la perfección -en política al menos- es sinónimo del infierno."

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