"El mal, en otras palabras, nos acompaña como si fuera una sombra, y eso es lo que explica que en las más viejas imágenes de la ciudad, ésta aparezca amurallada, en un signo físico que aspira a dejar la barbarie - el nombre que abrevia todas las maldades humanas- lejos de nosotros, contenida por esos muros provistos de vigías que alertan del mal que se cierne sobre ella y la preparan para defenderse.Esas murallas solían ser físicas, claro está; pero en condiciones modernas adoptan la forma más bien inmaterial de costumbres, maneras y reglas coactivas con las que unos y otros contenemos el mal que nos acecha.Los seres humanos alguna vez soñaron que las luces de la razón - que se expandían mediante la escuela y mediante la prensa- podían aventar todas las maldades, hasta dejarlas como meras excrecencias, anacronismos de un tiempo de barbarie que se resiste a morir. Pero las cosas no fueron, desgraciadamente, tan sencillas. Hemos descubierto, de pronto, que el mal hasta cierto punto nos constituye y habita con nosotros y que el deportista, el policía, el clérigo y el maestro de escuela pueden transformarse, repentinamente, en simples salvajes que, incapaces de resistir sus deseos, pasan a llevarlo todo, amparándose en el prestigio de su función, en las redes sociales de las que participan o en el poder del dinero. Se trata de un fenómeno que no es difícil explicar en una sociedad que nos aligera de todas las pertenencias y nos regala múltiples artilugios para movernos en las sombras - desde la soledad hasta internet- y nos permite así llevar dobles o triples vidas que, según la ocasión, se enmascaran unas a otras para que quien se mimetice en ellas pueda cometer sus fechorías."
Carlos Peña, La Ciudad y el mal, El Mercurio, 20 de octubre del 2003
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