"1)Poder
Hay semanas en las que me pregunto si no hemos entrado en un universo paralelo. No es ironía: mientras en las últimos días la catástrofe del Patio 29 remecía los frágiles fragmentos de nuestra memoria, en una columna del Dario Siete el escritor - y ahora editor de Planeta- Sergio Gómez disparaba salvas frente a una eventual candidatura al Premio Nacional de Literatura de Germán Marín. Más allá de unos cuantos argumentos poco desarrollados -que habrían conspiraciones, camarillas, arreglos de última hora- y de un ajuste de cuentas algo histérico, lo que subyacía en el fondo era que la escritura de Marín no tenía valor canónico y que el canon, al parecer podrido hasta la médula, era manejado por "columnistas de diarios, críticos infrecuentes o consuetudinarios".
Es raro: no dejo de pensar en dicha columna de Gómez y no puedo evitar cruzarla con la realidad política de estos días. Da lo mismo Marín, de hecho. Al lado del tema de los detenidos desaparecidos y la identificación equivocada de sus restos, toda esta polémica me parece vacía, frívola y estúpida. Frente a la violencia y al horror real no hay ficción que valga, al punto que el Premio Nacional y los odios reconcentrados de la literatura chilena importan poco.
¿La razón? el canon es, en el fondo, no es ninguna conspiración de críticos, sino un debate político donde la literatura aparece como una manifestación de discursos de lo urgente, de lo cotidiano. Lo que se pelea ahí, es el problema de cómo el arte se acomoda al presente y cómo se encarga de arreglar o desarreglar el imaginario que lo relata y su relación con el poder. Mientras que la ficción y cierta poesía de la década pasada caminó en puntas de pie a la hora de enfrentarse a la historia nacional, confundiendo el consenso con el miedo, a la academia con la cultura letrada, y al eufemismo con las elipsis; a algunos de nosotros ese canon quebradizo, hecho a medio morir saltando, nos terminó por parecer fútil. O sea -o en mi caso- mientras más leí a Piglia, Dick, Grant Morrison o Lihn, menos ganas me quedaron de celebrar los logros narrativos de Gonzalo Contreras.
Así, mientras la Nueva Narrativa Chilena enfatizaba la novedad, la corrección estilística y las temáticas de la orfandad; a mí me pareció -entre los libros de Bolaño y los Ramón Díaz Eterovic, entre la poesía de Juan Luis Martínez y la de Millán- que ya no éramos huérfanos de ningún tipo y que era tal vez demasiado fácil serlo, que habíamos nacido viejos y que el único capital que teníamos era la memoria. Y esa memoria -pop, política, amnésica, enciclopédica- nos sirvió para leer de nuevo el canon, para conectarlo con la realidad, para hacer cortocircuitos y hacerlo trizas una y otra vez. Nos pasó -y esa puede ser una razón secreta del auge de la no-ficción- algo similar al Pereira de Tabucchi, que de tanto evadir la realidad, se metió sin remisión posible en ella.
Por supuesto, se trata de un canon que tiene el espesor devastado de lo real. Pero es un debate -que ya partió, como una carrera de perros siguiendo una liebre mecánica- que es más profundo de lo que parece. Mientras aparecen las nostalgias algo desesperadas por la Nueva Narrativa, a mí me parece que los tiros van por otro lado: es hora de preguntarnos qué haremos para leer y escribir sobre esos golpes de realidad y si aquello será material de nuestras ficciones futuras. Si será una nota al pie de nuestra literatura o una de las herramientas para desmontarla o construirla o entenderla de nuevo.
2)Farándula
La historia es conocida pero no está demás recordarla. Un tal Rodrigo Lira, 32 años, poeta y ex estudiante, algo calvo y de patillas decimonónicas acude a un programa de televisión de talentos donde declama fragmentos de Otelo. Lira es un caso siquiátrico -su misma familia ha autorizado terapia de electroshock- y tiene problemas crónicos en su relación con las mujeres. Su misma poesía a ratos trata de eso: de cómo es estar solo en planeta lleno de mujeres. Claro que también se ocupa de otra cosa no menos contextual pero a lo mejor más profunda: el descalabro de la literatura chilena. Un quebradero de cabeza que no tiene vuelta. "La poesía está colgando", dice Lira en Ars Poétique mientras de paso trivializa a Huidobro.
Pero ese no es el punto. El punto es que Lira, medio loco o medio cuerdo, va a Cuánto vale el show y lee un pedazo de Shakespeare con aquella voz que exasperaba a Enrique Lihn. Y le va bien. Tanto que Yolanda Montecinos le da unos pesos y lo despacha sin entender demasiado. Buena onda: las cámaras enfocan a Lira, que es como una especie de extraterrestre -a lo lejos pienso en Woody Allen o en Alf- y todo luce raro, como una comedia negra de la que todavía no se proyecta la última escena. El final es trágico pero predecible: Lira se suicida en una bañera, sus amigos le publican un "Proyecto de obras completas" y Yolanda Montecinos enferma de Alzheimer.
El poeta se convierte en una leyenda post mortem, al punto que si fuera un zombie, las mismas chicas que antes escapaban de él, ahora le lloverían. Pero es una leyenda estúpida porque en el fondo el tipo es un comediante. Lira como el Guasón, contando chistes en un auditorio con las bombas puestas bajo las mesas. Lira como nuestra comedia del arte, esperando la sentencia de un jurado infernal en aquel set: las imágenes -desperdiciadas en el pésimo documental "Topología del pobre topo"- que se erigen como símbolos de una precariedad que sólo es posible en nuestra cultura, en la poesía o en la ficción local.
Y se trata de una imagen que me vuelve a la mente en el momento en que veo a un tal Raúl Zurita ir a un set de televisión la semana pasada y hablar de la vida, la muerte y la poesía para luego hacer llorar al animador. No es culpa de Zurita, poeta profesional que hace su pega y promociona su libro mientras dispara contra una "farándula cultural" en uno de los shows emblemáticos de la misma. Pero lo importante es la imagen, la del animador al que se le nubla la vista y se quiebra y abraza a Zurita mientras el espectador piensa: esto no está pasando, es una pitanza o algo parecido. Pero no lo es y el poeta abandona luego el plató tan solo como llegó y el animador se queda lagrimeando -lo seguirá haciendo copiosamente en todos los días que siguen- antes de ir a comerciales.
Y yo pienso en Lira y en Zurita, en cómo el agarrarse a trompadas con la muerte ronda la obra de ambos y en la dignidad romana de Lira y en el oficio cortesano de Zurita y en el hecho de que entremedio de ambos hay más de veinte años de distancia. Y me pregunto si hay alguna moraleja o lección y si en esto terminó la vanguardia, los muertos, la radicalidad estética y la poesía chilena: en las lágrimas de un animador mediocre e impostado que abraza a un escritor mientras le pide simbólicamente perdón por todos sus estúpidos pecados."
Hay semanas en las que me pregunto si no hemos entrado en un universo paralelo. No es ironía: mientras en las últimos días la catástrofe del Patio 29 remecía los frágiles fragmentos de nuestra memoria, en una columna del Dario Siete el escritor - y ahora editor de Planeta- Sergio Gómez disparaba salvas frente a una eventual candidatura al Premio Nacional de Literatura de Germán Marín. Más allá de unos cuantos argumentos poco desarrollados -que habrían conspiraciones, camarillas, arreglos de última hora- y de un ajuste de cuentas algo histérico, lo que subyacía en el fondo era que la escritura de Marín no tenía valor canónico y que el canon, al parecer podrido hasta la médula, era manejado por "columnistas de diarios, críticos infrecuentes o consuetudinarios".
Es raro: no dejo de pensar en dicha columna de Gómez y no puedo evitar cruzarla con la realidad política de estos días. Da lo mismo Marín, de hecho. Al lado del tema de los detenidos desaparecidos y la identificación equivocada de sus restos, toda esta polémica me parece vacía, frívola y estúpida. Frente a la violencia y al horror real no hay ficción que valga, al punto que el Premio Nacional y los odios reconcentrados de la literatura chilena importan poco.
¿La razón? el canon es, en el fondo, no es ninguna conspiración de críticos, sino un debate político donde la literatura aparece como una manifestación de discursos de lo urgente, de lo cotidiano. Lo que se pelea ahí, es el problema de cómo el arte se acomoda al presente y cómo se encarga de arreglar o desarreglar el imaginario que lo relata y su relación con el poder. Mientras que la ficción y cierta poesía de la década pasada caminó en puntas de pie a la hora de enfrentarse a la historia nacional, confundiendo el consenso con el miedo, a la academia con la cultura letrada, y al eufemismo con las elipsis; a algunos de nosotros ese canon quebradizo, hecho a medio morir saltando, nos terminó por parecer fútil. O sea -o en mi caso- mientras más leí a Piglia, Dick, Grant Morrison o Lihn, menos ganas me quedaron de celebrar los logros narrativos de Gonzalo Contreras.
Así, mientras la Nueva Narrativa Chilena enfatizaba la novedad, la corrección estilística y las temáticas de la orfandad; a mí me pareció -entre los libros de Bolaño y los Ramón Díaz Eterovic, entre la poesía de Juan Luis Martínez y la de Millán- que ya no éramos huérfanos de ningún tipo y que era tal vez demasiado fácil serlo, que habíamos nacido viejos y que el único capital que teníamos era la memoria. Y esa memoria -pop, política, amnésica, enciclopédica- nos sirvió para leer de nuevo el canon, para conectarlo con la realidad, para hacer cortocircuitos y hacerlo trizas una y otra vez. Nos pasó -y esa puede ser una razón secreta del auge de la no-ficción- algo similar al Pereira de Tabucchi, que de tanto evadir la realidad, se metió sin remisión posible en ella.
Por supuesto, se trata de un canon que tiene el espesor devastado de lo real. Pero es un debate -que ya partió, como una carrera de perros siguiendo una liebre mecánica- que es más profundo de lo que parece. Mientras aparecen las nostalgias algo desesperadas por la Nueva Narrativa, a mí me parece que los tiros van por otro lado: es hora de preguntarnos qué haremos para leer y escribir sobre esos golpes de realidad y si aquello será material de nuestras ficciones futuras. Si será una nota al pie de nuestra literatura o una de las herramientas para desmontarla o construirla o entenderla de nuevo.
2)Farándula
La historia es conocida pero no está demás recordarla. Un tal Rodrigo Lira, 32 años, poeta y ex estudiante, algo calvo y de patillas decimonónicas acude a un programa de televisión de talentos donde declama fragmentos de Otelo. Lira es un caso siquiátrico -su misma familia ha autorizado terapia de electroshock- y tiene problemas crónicos en su relación con las mujeres. Su misma poesía a ratos trata de eso: de cómo es estar solo en planeta lleno de mujeres. Claro que también se ocupa de otra cosa no menos contextual pero a lo mejor más profunda: el descalabro de la literatura chilena. Un quebradero de cabeza que no tiene vuelta. "La poesía está colgando", dice Lira en Ars Poétique mientras de paso trivializa a Huidobro.
Pero ese no es el punto. El punto es que Lira, medio loco o medio cuerdo, va a Cuánto vale el show y lee un pedazo de Shakespeare con aquella voz que exasperaba a Enrique Lihn. Y le va bien. Tanto que Yolanda Montecinos le da unos pesos y lo despacha sin entender demasiado. Buena onda: las cámaras enfocan a Lira, que es como una especie de extraterrestre -a lo lejos pienso en Woody Allen o en Alf- y todo luce raro, como una comedia negra de la que todavía no se proyecta la última escena. El final es trágico pero predecible: Lira se suicida en una bañera, sus amigos le publican un "Proyecto de obras completas" y Yolanda Montecinos enferma de Alzheimer.
El poeta se convierte en una leyenda post mortem, al punto que si fuera un zombie, las mismas chicas que antes escapaban de él, ahora le lloverían. Pero es una leyenda estúpida porque en el fondo el tipo es un comediante. Lira como el Guasón, contando chistes en un auditorio con las bombas puestas bajo las mesas. Lira como nuestra comedia del arte, esperando la sentencia de un jurado infernal en aquel set: las imágenes -desperdiciadas en el pésimo documental "Topología del pobre topo"- que se erigen como símbolos de una precariedad que sólo es posible en nuestra cultura, en la poesía o en la ficción local.
Y se trata de una imagen que me vuelve a la mente en el momento en que veo a un tal Raúl Zurita ir a un set de televisión la semana pasada y hablar de la vida, la muerte y la poesía para luego hacer llorar al animador. No es culpa de Zurita, poeta profesional que hace su pega y promociona su libro mientras dispara contra una "farándula cultural" en uno de los shows emblemáticos de la misma. Pero lo importante es la imagen, la del animador al que se le nubla la vista y se quiebra y abraza a Zurita mientras el espectador piensa: esto no está pasando, es una pitanza o algo parecido. Pero no lo es y el poeta abandona luego el plató tan solo como llegó y el animador se queda lagrimeando -lo seguirá haciendo copiosamente en todos los días que siguen- antes de ir a comerciales.
Y yo pienso en Lira y en Zurita, en cómo el agarrarse a trompadas con la muerte ronda la obra de ambos y en la dignidad romana de Lira y en el oficio cortesano de Zurita y en el hecho de que entremedio de ambos hay más de veinte años de distancia. Y me pregunto si hay alguna moraleja o lección y si en esto terminó la vanguardia, los muertos, la radicalidad estética y la poesía chilena: en las lágrimas de un animador mediocre e impostado que abraza a un escritor mientras le pide simbólicamente perdón por todos sus estúpidos pecados."
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