Sólo a quienes no hayan seguido el comportamiento del Colegio de profesores los últimos 12 años, les podría sorpender la decisión de alejarse del consejo. Las razones parecen escasas a la luz de los intervinientes en el diálogo. Grau y Pávez parecen creer que son ellos los portadores de ese saber que nos emanciparía, según enseñan los manuales clásicos de cualquier vanguardia ilustrada. Chupense esa naranjita!
La crónica de hoy de Peña discurre por una lógica similar:
"El deseo vacío, por Carlos Peña
La actitud de los estudiantes y los profesores en el Consejo Asesor de Educación -se retiraron sin previo aviso a dos o tres días de entregarse el informe final y a minutos de haber discutido ellos mismos algunas de sus conclusiones- es simplemente incomprensible.
Y no vale la pena intentar morigerarla.
Participaron intensamente en un diálogo que duró casi seis meses ¡y en la hora undécima lo rechazaron con el argumento de que el informe no recogía sus conclusiones! El perfecto absurdo: participar de un diálogo bajo la condición implícita de que o las conclusiones coinciden con mis puntos de vista o entonces el diálogo es inútil.
Igualmente incomprensible es el argumento según el cual el informe debe ser rechazado porque no introduce cambios estructurales.
Como se comprende fácilmente lo que interesa no son los cambios estructurales en sí mismos (¿desde cuándo un cambio de estructuras es en sí mismo deseable y bueno?) sino los cambios correctos que son, justamente, los que el informe una y otra vez intenta dilucidar. El deseo de "cambios estructurales" es una frase pueril -llevada al extremo una simple tautología que no dice nada- y en vez de encarar el debate lo elude por la vía más fácil: la de emplear una fraseología que anuncia contenidos que no existen.
Como para recordar la pregunta de Jack Kerouac en "On the Road": "Muchachos ¿van a alguna parte o simplemente van?".
Y el problema es, sobre todo, que con esa actitud y con esa frase pueril -"los cambios estructurales"- los estudiantes y los profesores arriesgan estropear un mecanismo de diálogo ciudadano que constituye una interesante vía para la construcción de políticas públicas.
Uno de los rasgos más acentuados de la administración del Estado en Chile en los últimos años, ha sido el imperio del policy making, de los procesos de diseño y ejecución de las políticas públicas. Como si por alguna extraña razón hubiera un tipo de profesionales que, con su saber, son capaces de definir los límites de lo posible, en las últimas décadas en Chile hemos asistido a la hegemonía del policy maker, del experto en políticas públicas que, esgrimiendo certificados y títulos, reclama su derecho a manejar el Estado, rebajando a los políticos a la categoría de saltimbanquis y a los ciudadanos a la de simples consumidores.
Pues bien, el Consejo Asesor Presidencial fue el primer intento por corregir esa reducción de la política a las políticas públicas. El primer esfuerzo para evitar ese desplazamiento de la deliberación democrática a manos de la técnica.
Y por eso la Presidenta convocó a un consejo plural que en vez de esgrimir sólo el conocimiento técnico en su favor, fuera capaz de exhibir una heterogénea variedad de intereses y puntos de vista. Entonces se abrigó la esperanza que si esos intereses dialogaban entre sí, se dejaban persuadir y alcanzaban dos o tres conclusiones convergentes, podríamos mejorar la educación y poco a poco ponerla a la altura de las expectativas que la ciudadanía ha puesto en ella.
Desgraciadamente hubo quienes prefirieron la astucia al diálogo; confundieron su propio punto de vista con la razón natural; atribuyeron las opiniones discrepantes con la suya a mala voluntad; y en vez de confiar de veras, emplearon la confianza como un recurso estratégico.
Y cuando advirtieron que las conclusiones del informe no coincidirían con su punto de vista, decidieron que el diálogo no valía la pena.
Nada de eso le hace bien a la esfera pública.
Porque la esfera pública no se hace a punta de recursos puramente instrumentales y teniendo los propios intereses como el árbitro final de todo. Por el contrario, la esfera pública supone una cierta disposición al diálogo, a dejarse persuadir por razones, a retroceder cuando los caminos están bloqueados y a dar un paso cada vez cuando ello es condición necesaria para que los demás nos acompañen.
Pero cuando el propio punto de vista es el árbitro final de todo, el diálogo es simplemente imposible.
El diálogo democrático se construye, a fin de cuentas, sobre la sospecha de que uno puede estar equivocado y que la razón individual suele ser miope. Si cada uno creyera a pie juntillas que lo que piensa es la verdad final e incorruptible, entonces el diálogo y la conversación serían perfectamente inútiles, salvo cuando, atendidas las circunstancias, constituyeran un recurso instrumental -un disfraz- para que los propios puntos de vista acaben imponiéndose.
No quiero pensar que los estudiantes ¡y los profesores! crean semejante cosa.
En vez de eso prefiero pensar que la participación de unos y otros en el Consejo ha sido genuina. Y que sus argumentos -que el informe recoge- en contra de la selección en la escuela; en contra del financiamiento compartido; en contra de la confusión entre un almacén y una escuela; en contra de la identidad entre un mall y una universidad; en contra de la desigualdad por razones de origen, y en contra de las subvenciones parejas, siguen siendo válidos.
Aunque ellos piensen -por razones que se me escapan- que deben ser rechazados porque no equivalen a ese deseo vacío de los cambios estructurales que, de pronto, y sin decir agua va, los invadió."
La crónica de hoy de Peña discurre por una lógica similar:
"El deseo vacío, por Carlos Peña
La actitud de los estudiantes y los profesores en el Consejo Asesor de Educación -se retiraron sin previo aviso a dos o tres días de entregarse el informe final y a minutos de haber discutido ellos mismos algunas de sus conclusiones- es simplemente incomprensible.
Y no vale la pena intentar morigerarla.
Participaron intensamente en un diálogo que duró casi seis meses ¡y en la hora undécima lo rechazaron con el argumento de que el informe no recogía sus conclusiones! El perfecto absurdo: participar de un diálogo bajo la condición implícita de que o las conclusiones coinciden con mis puntos de vista o entonces el diálogo es inútil.
Igualmente incomprensible es el argumento según el cual el informe debe ser rechazado porque no introduce cambios estructurales.
Como se comprende fácilmente lo que interesa no son los cambios estructurales en sí mismos (¿desde cuándo un cambio de estructuras es en sí mismo deseable y bueno?) sino los cambios correctos que son, justamente, los que el informe una y otra vez intenta dilucidar. El deseo de "cambios estructurales" es una frase pueril -llevada al extremo una simple tautología que no dice nada- y en vez de encarar el debate lo elude por la vía más fácil: la de emplear una fraseología que anuncia contenidos que no existen.
Como para recordar la pregunta de Jack Kerouac en "On the Road": "Muchachos ¿van a alguna parte o simplemente van?".
Y el problema es, sobre todo, que con esa actitud y con esa frase pueril -"los cambios estructurales"- los estudiantes y los profesores arriesgan estropear un mecanismo de diálogo ciudadano que constituye una interesante vía para la construcción de políticas públicas.
Uno de los rasgos más acentuados de la administración del Estado en Chile en los últimos años, ha sido el imperio del policy making, de los procesos de diseño y ejecución de las políticas públicas. Como si por alguna extraña razón hubiera un tipo de profesionales que, con su saber, son capaces de definir los límites de lo posible, en las últimas décadas en Chile hemos asistido a la hegemonía del policy maker, del experto en políticas públicas que, esgrimiendo certificados y títulos, reclama su derecho a manejar el Estado, rebajando a los políticos a la categoría de saltimbanquis y a los ciudadanos a la de simples consumidores.
Pues bien, el Consejo Asesor Presidencial fue el primer intento por corregir esa reducción de la política a las políticas públicas. El primer esfuerzo para evitar ese desplazamiento de la deliberación democrática a manos de la técnica.
Y por eso la Presidenta convocó a un consejo plural que en vez de esgrimir sólo el conocimiento técnico en su favor, fuera capaz de exhibir una heterogénea variedad de intereses y puntos de vista. Entonces se abrigó la esperanza que si esos intereses dialogaban entre sí, se dejaban persuadir y alcanzaban dos o tres conclusiones convergentes, podríamos mejorar la educación y poco a poco ponerla a la altura de las expectativas que la ciudadanía ha puesto en ella.
Desgraciadamente hubo quienes prefirieron la astucia al diálogo; confundieron su propio punto de vista con la razón natural; atribuyeron las opiniones discrepantes con la suya a mala voluntad; y en vez de confiar de veras, emplearon la confianza como un recurso estratégico.
Y cuando advirtieron que las conclusiones del informe no coincidirían con su punto de vista, decidieron que el diálogo no valía la pena.
Nada de eso le hace bien a la esfera pública.
Porque la esfera pública no se hace a punta de recursos puramente instrumentales y teniendo los propios intereses como el árbitro final de todo. Por el contrario, la esfera pública supone una cierta disposición al diálogo, a dejarse persuadir por razones, a retroceder cuando los caminos están bloqueados y a dar un paso cada vez cuando ello es condición necesaria para que los demás nos acompañen.
Pero cuando el propio punto de vista es el árbitro final de todo, el diálogo es simplemente imposible.
El diálogo democrático se construye, a fin de cuentas, sobre la sospecha de que uno puede estar equivocado y que la razón individual suele ser miope. Si cada uno creyera a pie juntillas que lo que piensa es la verdad final e incorruptible, entonces el diálogo y la conversación serían perfectamente inútiles, salvo cuando, atendidas las circunstancias, constituyeran un recurso instrumental -un disfraz- para que los propios puntos de vista acaben imponiéndose.
No quiero pensar que los estudiantes ¡y los profesores! crean semejante cosa.
En vez de eso prefiero pensar que la participación de unos y otros en el Consejo ha sido genuina. Y que sus argumentos -que el informe recoge- en contra de la selección en la escuela; en contra del financiamiento compartido; en contra de la confusión entre un almacén y una escuela; en contra de la identidad entre un mall y una universidad; en contra de la desigualdad por razones de origen, y en contra de las subvenciones parejas, siguen siendo válidos.
Aunque ellos piensen -por razones que se me escapan- que deben ser rechazados porque no equivalen a ese deseo vacío de los cambios estructurales que, de pronto, y sin decir agua va, los invadió."
Comentarios
El arribista Peña quisiera formar parte de un país donde todos pensaran como él, que además de todo tiene la voz del pueblo - reloaded o ilustrada- y su verdad es única e incorruptible, disfrazada de liberalismo, que no es más que el deseo de ser reconocido por las elites.
[Puede ser que Pavez no nos emancipe, ni el PC, son también ellos conservadores, pero no me vengan a decir que hay que pensar como Peña para ingresar en las masas de los politicamente correcto y socialemente agradable, gracias a dios el mundo no es binario y me siguen gustando los estudiantes!]