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Old Boy (el canon del funcionario)



Envejeció y es poeta y piensa a la provincia como un sitio que no lo merece, donde nunca debió haber estado o, peor aún, nacido. Trabaja de funcionario o gestor, pero la poesía es lo que menos le importa. Así son las cosas. Alguna vez publicó dos o tres poemarios que hoy son parte del canon local, que es un canon leve, fantasmal, delicado o grosero. Por supuesto, él le sacó el jugo a esos libros en los karaokes de poesía, adquiriendo poder y visibilidad, yendo y viniendo desde ahí al extranjero, fingiendo exilios y amistades eternas en otras lenguas, un sinnúmero de aventuras falsas. Funcionó. Se quemó en el camino, también. Le vendió al mundo la idea de lo literario como una especie de club social, una corte de videntes que dilata sus conversaciones hasta el amanecer. Pero era falso. Un buen tiempo atrás se había dado cuenta que en el fondo sus palabras estaban secas, que la literatura era a lo más un oficio para pícaros, una carrera de ratas; una revelación amenizada con el sonido de un espejo quebrándose. Aquella carrera, hay que decirlo, la corrió y ganó un par de veces. Consiguió becas, viajes, mujeres, halagos. Supo hacerla. Se volvió tuerto en un país de ciegos. Mientras, con cuidado y esmero construía su lugar en esa provincia que en secreto despreciaba: un pequeño y falso imperio hecho a costa de susurros y favores y poderes y secretos y apretones de manos sellados en cafés entre cuchicheos. Se adjudicó fondos públicos una y otra vez. Otorgó prebendas, favores. En algún momento puso un bar. En algún momento fundó una revista o dos. En algún momento ganó uno o dos premios en el extranjero con poemas que explotaban la miseria de ese paisaje cercano que odiaba, el paisaje agrio de un lugar que no quedaba en ninguna parte, que era a la sumo una ficción. No pudo soportar una reseña literaria más. Dividió el mundo entre amigos y enemigos. Entre los amigos estaban los políticos del pueblo, los gestores culturales, los escritores sin obra, los poetas de bar. En el bando enemigo, algunos poetas jóvenes que no lo tomaban en cuenta, un par de folkloristas, una profesora de castellano que no quiso acostarse con él, todos y cada uno de los escritores de Santiago a los que, indefectiblemente, recibía con los brazos abiertos cuando visitaban el pueblo. Era el sheriff. El alguacil de un municipio fantasma. Por supuesto, nada podía durar para siempre y ese orden, con el paso del tiempo, se volvió precario. Se desvaneció. Él mismo se convirtió en una caricatura. La provincia, se quiera o no, transforma todo en una caricatura. En algún momento los poetas más jóvenes comenzaron a parodiarlo, a burlarse de sus modales de macho anciano, a poner en duda sus saberes. A saltárselo. Disminuyeron las genuflexiones, los besos en el anillo. A alguien se le ocurrió que sabía poco y nada de poesía, que su talento se había agotado. Él estuvo de acuerdo en silencio. Les quitó el saludo a los jóvenes. Los borró de su agenda telefónica. Pero él sabía que era cierto. Sabe que es cierto. Se lo dice a sí mismo cada día. Se lo dice a sí mismo en las salas de espera de las oficinas de los políticos que visita, en el silencio al observar las luces del pueblo prenderse sobre las cerros cada noche. No quiere estar ahí. No quiso estar ahí nunca. La literatura se le dio por accidente, cogió lo que pudo. Consiguió algo. Los premios de consuelo de la carrera: versos sueltos, espejos rotos, la sangre licuada con vinagre. Con gusto los mataría a todos

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