Carecía de las maneras suaves y algo melifluas de los que vinieron después. Y es que en vez de encantador de serpientes, él quería ser un pastor. Por eso era convencionalmente viril y su voz tronaba como la de un profeta. Era robusto, de cara cuadrada y tenía las orejas mansas, como un campesino andaluz. Las cejas gruesas le daban un aspecto severo que desaparecía apenas conversaba con los más pobres y los más humildes. Raúl Silva Henríquez tenía una fe profundamente intramundana. Pero no en el sentido del Opus. Él no se conformaba con vivir mediante la ascética del trabajo bien hecho. No. Silva Henríquez estaba incómodo en este mundo y quería cambiarlo, porque, pensaba él, la tarea de los creyentes era acortar la distancia con ese futuro en cuyo acaecimiento creía a pie juntillas. Si la fe le enseñaba que el verdadero reino no era de este mundo, ¿cómo, entonces, podría vivir a sus anchas en él o conformarse sin más con lo que en él ocurría? Por eso tuvo esa verdadera compulsión por ...