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Carlos Peña: Remedios que matan

El caso de las farmacias que timaron a medio mundo -se pusieron de acuerdo para hacer subir los precios como la espuma y expoliar así a miles de enfermos- es de estricto autointerés. Fue en interés propio que las farmacias se coludieron y es en interés propio (para evitar las penas del infierno) que una de ellas (Farmacias Ahumada) se denunció a sí misma y a las otras.

No es que los controladores de Farmacias Ahumada (sus dueños o sus directores) sean más virtuosos que los otros: simplemente son más sagaces y más rápidos. El mismo apetito que los llevó a timar a los consumidores los llevó a confesar más tarde su pecado.

Descontado eso, ¿qué otras dimensiones posee este asunto?

La más obvia es la política.

Ocurre que Piñera resultó ser accionista minoritario de Farmacias Ahumada (¿habrá algo en lo que Piñera no tenga intereses?). Él es uno de aquellos en cuyo beneficio los administradores de la cadena farmacéutica hicieron la trampa. A primera vista se trata de algo que lo desprestigia: ¿cómo puede aspirar a la Presidencia -preguntó Frei- quien tiene un negocio que acaba engañando a miles de personas, las mismas cuyo voto solicitará en unos cuantos meses?

Pero ese reproche es obviamente incorrecto. Piñera tiene interés en Fasa, pero no es controlador del negocio.

En una palabra, nada que reprocharle.

No hay duda de que Piñera ha cometido errores y precipitaciones (incluida la colusión de precios, como lo prueba la multa de 88 millones de dólares que deberá pagar LAN Cargo en EE.UU.), pero entre ellos -maldición, dirán algunos- no se cuenta el caso de las farmacias.

Así, entonces, los rivales de Piñera se quedarán esta vez con las manos vacías.

Tampoco es muy sensato hacer de esto un caso en contra del mercado.

No nos vamos a enterar ahora de que las farmacias son negocios, y que no es su benevolencia la que nos procura los remedios: es su apetito de lucro el que lo hace. Sin ese afán el mundo sería más puro, desinteresado y sin trampas, pero también sería más pobre, más lento y más uniforme.

Por eso, en vez de desconfiar del mercado por la conducta de estos rapaces de cuello y corbata, es mejor esmerarse en detectar las artimañas y castigarlas con severidad. La libre competencia hay que hacerla funcionar saliendo al paso de quienes, en beneficio propio, la sabotean. Esto exige que la pena por la colusión sea superior a los beneficios que con ella se obtuvieron (así, el propio interés de los ejecutivos y los directores, más que su moralidad, los llevará a no repetir el número).

Y recordar una y otra vez que en una economía de mercado el precio justo se fija por el juego impersonal de la oferta y la demanda, y no por los acuerdos de un puñado de vivos y de pícaros.

Una vez a salvo Piñera y el mercado, ¿habrá que quedarse tranquilo?

Por supuesto que no.

Lo que resta es saber qué responsabilidad tuvieron los altos ejecutivos y los directores. La dirección de una sociedad anónima es lo más parecido a una función pública. De ahí que los directores -además de la responsabilidad en sentido estricto- deban tener, en los hechos, responsabilidad -¿social?, ¿moral?- frente a la ciudadanía.

Después de todo, era en sus narices que se cometía este desfalco de hormiga en perjuicio de miles y miles de consumidores. Los medios debieran esmerarse en divulgar su identidad y hacer el escrutinio de su conducta. Después de todo, si ellos hubieran cumplido su deber, esto no habría ocurrido.

No nos vaya a pasar que, dejándonos llevar por el lenguaje o por el temor, atribuyamos a un ente abstracto (Fasa) lo que es resultado de la decisión o la pereza de algunas voluntades individuales (de los directores o de los ejecutivos).

Todavía está fresco el uso de información privilegiada a propósito de la fusión entre D y S y Falabella, algo que trae involuntariamente a la memoria que alguna vez D y S se fusionó también con Fasa, la timadora arrepentida de hoy día. Nadie duda, por supuesto, de la buena conducta y la recta intención de todos los que dirigen a esas empresas (para repetir el discurso fúnebre de Julio César: todos sabemos que son hombres honrados); pero algo debe andar mal con sus empleados, con la forma en que los eligen, la manera en que los vigilan, las rutinas a que los someten o el modo en que cumplen sus deberes, para que, de nuevo, sean salpicados por dineros deshonestos.

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