"El caso del padre homosexual (sí: los hay) que obtuvo la tuición de sus hijos (de aquí en adelante los niños serán educados por él y su pareja) ha vuelto a plantear el problema de si la orientación sexual de la gente debe influir o no en la manera en que asignamos derechos y deberes.
Veamos.Hay una amplia gama de asuntos en los que la orientación sexual resulta —aun para los conservadores más recalcitrantes— indiferente. A la hora de celebrar un contrato, leer un libro, comer, escuchar una clase, hacer política u hojear el diario, la condición sexual del comerciante, el escritor, el cocinero, el investigador, el político o el periodista resulta más o menos indiferente. Salvo la maledicencia y el prejuicio —que nunca faltan—, es probable que nadie esté de acuerdo en impedir a un gay o lesbiana dedicarse a algunas de esas actividades.
Habrá prejuicios, no hay duda, pero nadie los llevaría tan lejos como para apoyar reglas públicas que impidieran a los homosexuales desarrollar esas actividades.La situación en el ámbito de la familia —desde el matrimonio a la tuición de los hijos— es, sin embargo, distinta. Mucha gente piensa que en este tipo de asuntos la condición sexual sí que es relevante a la hora de distribuir derechos y deberes. Hay gente que cree que el juez que entregó la custodia de esos niños a su padre gay actuó mal.
¿Por qué la orientación sexual sería, en principio, tan relevante a la hora de criar los hijos o armar una familia? ¿Por qué la relativa tolerancia práctica hacia los gays, que se muestra en un amplio conjunto de actividades humanas, desaparece a la hora de la familia?
Una de las razones que apoyan esa actitud es —en el caso de la tuición— el interés de los hijos. Para los niños es mejor —se dice— crecer en una familia con padre y madre heterosexuales. El aprendizaje de los roles y la afectividad se harían más fácil de esa manera. Si contabilizamos todas las consecuencias, se arguye, desde las personales a las sociales, sería mejor para el niño crecer en una familia de base heterosexual.
Ese argumento —que se escucha una y otra vez— es obviamente falaz. Lo que sea mejor para un niño no puede juzgarse en abstracto, sino que debe hacerse en concreto, atendiendo a las circunstancias de cada caso. Así, habrá padres homosexuales que parecen una maldición; padres gays que son ejemplares; madres lesbianas abnegadas; madres heterosexuales que parecen una condena, y padres heterosexuales que son un ejemplo.
¿Que los niños podrían ser expuestos a la burla y la malediciencia en el colegio? Es posible (como ocurre ya con los que padecen defectos físicos), pero ésa es una buena razón para mejorar nuestras prácticas escolares, y no una para ceder al prejuicio. Si fuera por eso, Rosa Park jamás se habría sentado en el lugar de los blancos y los niños negros nunca habrían entrado a la escuela de Little Rock.
El interés de los hijos —cuando se lo aprecia en concreto, como debe ser— no se inclina ni por los homosexuales ni por los heterosexuales. En este valle de miserias hay que mirar caso a caso.
Pero, se dirá, hay aún otro argumento para evitar, de principio, la entrada de los gays y lesbianas a las relaciones familiares.
El lugar natural de la sexualidad, dice este punto de vista, es la convivencia heterosexual constituida en matrimonio. Esa familia estaría a la base de la condición humana. Sólo allí sería posible que cada uno de nosotros, y los recién venidos a este mundo, desplegaran todas sus potencialidades. La condición homosexual sería una especie de burla del destino, un capricho de la naturaleza que algunas personas debieran reprimir, pero que no merece ser tratada de la misma forma que la condición heterosexual.
Ese argumento parece más la racionalización de un prejuicio que otra cosa.Es fácil advertir cómo devalúa a los homosexuales, hasta presentarlos como una anomalía que merece ser corregida y controlada. No es difícil suponer que quienes así piensan creerán que esos niños, cuya madre heterosexual no tenía voluntad de acogerlos, estarían mejor en un hospicio o en la calle que con su padre.
Todo sea por honrar, pensarán, la ley natural.
Afortunadamente, el punto de vista de una sociedad que trata con igual respeto y consideración a todos sus miembros es distinto.
En una sociedad de esa índole —la sociedad que debemos esforzarnos por construir—, las preferencias sexuales de las personas deben ser tratadas con neutralidad, sin considerar a ninguna de ellas como intrínsecamente mejor que otra. Si usted ejerce su sexualidad mediando consentimiento, entonces la sociedad no tiene nada que reprocharle. La autoridad pública haría mal si, en razón de esa preferencia sexual suya, le asignara ventajas o le confiriera desventajas. Y el resto de los ciudadanos actuaría incorrectamente si a partir de su condición sexual derivara características como la veracidad, el pudor, la honradez o la lealtad.
Y es que una cosa es la condición sexual de cada uno y otra sus disposiciones morales o de carácter.
Veamos.Hay una amplia gama de asuntos en los que la orientación sexual resulta —aun para los conservadores más recalcitrantes— indiferente. A la hora de celebrar un contrato, leer un libro, comer, escuchar una clase, hacer política u hojear el diario, la condición sexual del comerciante, el escritor, el cocinero, el investigador, el político o el periodista resulta más o menos indiferente. Salvo la maledicencia y el prejuicio —que nunca faltan—, es probable que nadie esté de acuerdo en impedir a un gay o lesbiana dedicarse a algunas de esas actividades.
Habrá prejuicios, no hay duda, pero nadie los llevaría tan lejos como para apoyar reglas públicas que impidieran a los homosexuales desarrollar esas actividades.La situación en el ámbito de la familia —desde el matrimonio a la tuición de los hijos— es, sin embargo, distinta. Mucha gente piensa que en este tipo de asuntos la condición sexual sí que es relevante a la hora de distribuir derechos y deberes. Hay gente que cree que el juez que entregó la custodia de esos niños a su padre gay actuó mal.
¿Por qué la orientación sexual sería, en principio, tan relevante a la hora de criar los hijos o armar una familia? ¿Por qué la relativa tolerancia práctica hacia los gays, que se muestra en un amplio conjunto de actividades humanas, desaparece a la hora de la familia?
Una de las razones que apoyan esa actitud es —en el caso de la tuición— el interés de los hijos. Para los niños es mejor —se dice— crecer en una familia con padre y madre heterosexuales. El aprendizaje de los roles y la afectividad se harían más fácil de esa manera. Si contabilizamos todas las consecuencias, se arguye, desde las personales a las sociales, sería mejor para el niño crecer en una familia de base heterosexual.
Ese argumento —que se escucha una y otra vez— es obviamente falaz. Lo que sea mejor para un niño no puede juzgarse en abstracto, sino que debe hacerse en concreto, atendiendo a las circunstancias de cada caso. Así, habrá padres homosexuales que parecen una maldición; padres gays que son ejemplares; madres lesbianas abnegadas; madres heterosexuales que parecen una condena, y padres heterosexuales que son un ejemplo.
¿Que los niños podrían ser expuestos a la burla y la malediciencia en el colegio? Es posible (como ocurre ya con los que padecen defectos físicos), pero ésa es una buena razón para mejorar nuestras prácticas escolares, y no una para ceder al prejuicio. Si fuera por eso, Rosa Park jamás se habría sentado en el lugar de los blancos y los niños negros nunca habrían entrado a la escuela de Little Rock.
El interés de los hijos —cuando se lo aprecia en concreto, como debe ser— no se inclina ni por los homosexuales ni por los heterosexuales. En este valle de miserias hay que mirar caso a caso.
Pero, se dirá, hay aún otro argumento para evitar, de principio, la entrada de los gays y lesbianas a las relaciones familiares.
El lugar natural de la sexualidad, dice este punto de vista, es la convivencia heterosexual constituida en matrimonio. Esa familia estaría a la base de la condición humana. Sólo allí sería posible que cada uno de nosotros, y los recién venidos a este mundo, desplegaran todas sus potencialidades. La condición homosexual sería una especie de burla del destino, un capricho de la naturaleza que algunas personas debieran reprimir, pero que no merece ser tratada de la misma forma que la condición heterosexual.
Ese argumento parece más la racionalización de un prejuicio que otra cosa.Es fácil advertir cómo devalúa a los homosexuales, hasta presentarlos como una anomalía que merece ser corregida y controlada. No es difícil suponer que quienes así piensan creerán que esos niños, cuya madre heterosexual no tenía voluntad de acogerlos, estarían mejor en un hospicio o en la calle que con su padre.
Todo sea por honrar, pensarán, la ley natural.
Afortunadamente, el punto de vista de una sociedad que trata con igual respeto y consideración a todos sus miembros es distinto.
En una sociedad de esa índole —la sociedad que debemos esforzarnos por construir—, las preferencias sexuales de las personas deben ser tratadas con neutralidad, sin considerar a ninguna de ellas como intrínsecamente mejor que otra. Si usted ejerce su sexualidad mediando consentimiento, entonces la sociedad no tiene nada que reprocharle. La autoridad pública haría mal si, en razón de esa preferencia sexual suya, le asignara ventajas o le confiriera desventajas. Y el resto de los ciudadanos actuaría incorrectamente si a partir de su condición sexual derivara características como la veracidad, el pudor, la honradez o la lealtad.
Y es que una cosa es la condición sexual de cada uno y otra sus disposiciones morales o de carácter.
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