La decisión del Tribunal Constitucional de impedir la píldora del día después, sugiere que el conservadurismo llegó a ese tribunal para quedarse allí al menos por un tiempo. No sería nada raro que un poco más adelante -y fiel a la decisión que acaba de comunicar- la misma mayoría que apoyó esa decisión prohíba el dispositivo intrauterino o disponga que la píldora tampoco pueda ser comercializada en establecimientos privados.
Si en esta ocasión no se impedirá su distribución privada, será por un tecnicismo: el fallo debe quedar restringido sólo a la norma impugnada y no extenderse a otras de igual o superior jerarquía. Pero es cosa que se impugnen esas otras normas y se esgriman las mismas razones, para que el tribunal la prohíba de nuevo. Esta vez en las farmacias o en las organizaciones de la sociedad civil.
Si en este fallo no se impidió administrar -o llevar- dispositivos intrauterinos, es porque al centrarse el debate en la píldora, el tribunal podrá argüir que no se hicieron constar suficientes antecedentes respecto del DIU. Será una salida temporal. Una finta. Pero basta que se hagan llegar esos antecedentes y se acredite que el DIU impide la implantación, para que el Tribunal Constitucional -echando mano a las mismas razones que argüirá en este caso- lo prohíba también.
Como se ve, hay razones para pensar que, luego de este fallo, estará en vilo toda la política de regulación de la fertilidad. Incluida la que principió en los sesenta.
¿Qué hacer? ¿Habrá que imaginar recovecos para cambiar a los jueces? ¿Recordarles quién los nombró? ¿Reprocharles sus opiniones previas? ¿Insistir a uno de ellos que, si es juez, debe obediencia a las reglas más que a su pastor?
Por supuesto que no.
La decisión no cabe sino acatarla. Y los jueces son inamovibles. En eso consiste tener un Tribunal Constitucional: él tiene la última palabra a la hora de leer las reglas. Puede equivocarse -como sin duda ocurrió en este caso- pero su palabra es una decisión obligatoria. Ese es el primer deber que usted tiene frente a las reglas: cumplirlas.
Pero, claro, nada impide que mientras se cumplen las reglas uno se disponga lealmente a cambiarlas.
Es lo que debiera ocurrir en este caso.
Una cuestión tan relevante como la autonomía que ha de tener la mujer sobre su ciclo reproductivo y la protección del no nacido, nunca se discutió ampliamente en Chile. Cada vez que este asunto asomó la nariz, hubo pretextos para eludirlo. Se eludió al redactar las reglas de la Constitución de 1980 (entonces el astuto Jaime Guzmán sugirió dejar el tema a los intérpretes) y se eludió en 1999 al debatir la actual regla del artículo 1 (donde se dijo que las personas "nacen" iguales en derechos, y se dejó pendiente la situación del concebido que aún no nace).
Y un asunto así no puede quedar sin deliberación. Entregado a la mudez de la rutina o la inercia cultural.
Llegó entonces la hora de las mayorías.
No de la mayoría del tribunal, sino la mayoría de veras: la de los ciudadanos adultos que deben deliberar (para eso existe el Congreso) acerca de cómo distribuir los riesgos e incertidumbres de la vida humana. No se trata de entregar a las mayorías la decisión acerca de qué derechos tenemos (puesto que esos derechos son independientes de la mayoría) sino de resolver, sobre la base de esos derechos, incertidumbres radicales como las que afrontamos ahora: ¿habrá que equilibrar el deber de protección del embrión con los intereses de la mujer según la intensidad de uno y de otro? ¿hay identidad entre el embrión preimplantacional y el sujeto adulto de manera que deban ser tratados igual?
Ese tipo de preguntas merecen alguna respuesta. Y desgraciadamente estamos solos. No queda entonces más que elaborar un proyecto de reforma, discutir y luego votar.
¿No significaría esto, sin embargo, entregar una materia tan delicada a una simple mayoría que, ideológicamente inspirada, acabará decidiendo la cuestión?
Por supuesto.
¿Acaso no es eso lo que acaba de ocurrir?: luego de un debate racional en el que procuraron persuadirse unos a otros, los jueces votaron. Y la mayoría decidió ¿Por qué no sería bueno que todos ahora -con la información y el debate suficiente- hiciéramos lo mismo? Examinamos el problema y allí donde no logremos persuadirnos unos a otros, votamos ¿Que esa mayoría podría equivocarse? Desde luego: es lo que acaba de ocurrir en el Tribunal Constitucional ¿Que estamos en un momento electoral? Mejor todavía ¿acaso no es tarea de la política decidir este tipo de asuntos? ¿no esperamos de nuestros representantes que sean capaces de reflexionar en torno a esto?
Si discutimos un proyecto que aborde este asunto, ejercitaríamos el autogobierno y nos daríamos cuenta, por enésima vez, que el universo está en silencio, que no responde nuestras preguntas, y que por eso no queda otra alternativa que decidir por nosotros mismos
Si en esta ocasión no se impedirá su distribución privada, será por un tecnicismo: el fallo debe quedar restringido sólo a la norma impugnada y no extenderse a otras de igual o superior jerarquía. Pero es cosa que se impugnen esas otras normas y se esgriman las mismas razones, para que el tribunal la prohíba de nuevo. Esta vez en las farmacias o en las organizaciones de la sociedad civil.
Si en este fallo no se impidió administrar -o llevar- dispositivos intrauterinos, es porque al centrarse el debate en la píldora, el tribunal podrá argüir que no se hicieron constar suficientes antecedentes respecto del DIU. Será una salida temporal. Una finta. Pero basta que se hagan llegar esos antecedentes y se acredite que el DIU impide la implantación, para que el Tribunal Constitucional -echando mano a las mismas razones que argüirá en este caso- lo prohíba también.
Como se ve, hay razones para pensar que, luego de este fallo, estará en vilo toda la política de regulación de la fertilidad. Incluida la que principió en los sesenta.
¿Qué hacer? ¿Habrá que imaginar recovecos para cambiar a los jueces? ¿Recordarles quién los nombró? ¿Reprocharles sus opiniones previas? ¿Insistir a uno de ellos que, si es juez, debe obediencia a las reglas más que a su pastor?
Por supuesto que no.
La decisión no cabe sino acatarla. Y los jueces son inamovibles. En eso consiste tener un Tribunal Constitucional: él tiene la última palabra a la hora de leer las reglas. Puede equivocarse -como sin duda ocurrió en este caso- pero su palabra es una decisión obligatoria. Ese es el primer deber que usted tiene frente a las reglas: cumplirlas.
Pero, claro, nada impide que mientras se cumplen las reglas uno se disponga lealmente a cambiarlas.
Es lo que debiera ocurrir en este caso.
Una cuestión tan relevante como la autonomía que ha de tener la mujer sobre su ciclo reproductivo y la protección del no nacido, nunca se discutió ampliamente en Chile. Cada vez que este asunto asomó la nariz, hubo pretextos para eludirlo. Se eludió al redactar las reglas de la Constitución de 1980 (entonces el astuto Jaime Guzmán sugirió dejar el tema a los intérpretes) y se eludió en 1999 al debatir la actual regla del artículo 1 (donde se dijo que las personas "nacen" iguales en derechos, y se dejó pendiente la situación del concebido que aún no nace).
Y un asunto así no puede quedar sin deliberación. Entregado a la mudez de la rutina o la inercia cultural.
Llegó entonces la hora de las mayorías.
No de la mayoría del tribunal, sino la mayoría de veras: la de los ciudadanos adultos que deben deliberar (para eso existe el Congreso) acerca de cómo distribuir los riesgos e incertidumbres de la vida humana. No se trata de entregar a las mayorías la decisión acerca de qué derechos tenemos (puesto que esos derechos son independientes de la mayoría) sino de resolver, sobre la base de esos derechos, incertidumbres radicales como las que afrontamos ahora: ¿habrá que equilibrar el deber de protección del embrión con los intereses de la mujer según la intensidad de uno y de otro? ¿hay identidad entre el embrión preimplantacional y el sujeto adulto de manera que deban ser tratados igual?
Ese tipo de preguntas merecen alguna respuesta. Y desgraciadamente estamos solos. No queda entonces más que elaborar un proyecto de reforma, discutir y luego votar.
¿No significaría esto, sin embargo, entregar una materia tan delicada a una simple mayoría que, ideológicamente inspirada, acabará decidiendo la cuestión?
Por supuesto.
¿Acaso no es eso lo que acaba de ocurrir?: luego de un debate racional en el que procuraron persuadirse unos a otros, los jueces votaron. Y la mayoría decidió ¿Por qué no sería bueno que todos ahora -con la información y el debate suficiente- hiciéramos lo mismo? Examinamos el problema y allí donde no logremos persuadirnos unos a otros, votamos ¿Que esa mayoría podría equivocarse? Desde luego: es lo que acaba de ocurrir en el Tribunal Constitucional ¿Que estamos en un momento electoral? Mejor todavía ¿acaso no es tarea de la política decidir este tipo de asuntos? ¿no esperamos de nuestros representantes que sean capaces de reflexionar en torno a esto?
Si discutimos un proyecto que aborde este asunto, ejercitaríamos el autogobierno y nos daríamos cuenta, por enésima vez, que el universo está en silencio, que no responde nuestras preguntas, y que por eso no queda otra alternativa que decidir por nosotros mismos
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