Hoy en El Mercurio viene una lúcida columna de JJ Brunner, también conocido como el mejor amigo de Jocelyn-Holt.
"Frecuentemente los momentos de gran significación cultural sólo llegan a ser reconocidos en retrospectiva. Los años 60 fueron diferentes: la trascendental importancia que los contemporáneos atribuían a su tiempo -y a sus propios egos- fue uno de los aspectos esenciales de esta época". Así comienza T. Judt su historia de la posguerra europea referida a este período. ¿No vale su reflexión también para nuestra revolución universitaria, cuyo punto más visible fue la toma de la UC hace 40 años? Pues es cierto: quienes en ella participamos experimentamos aquel momento con una exaltada conciencia de emancipación y de nuestro propio papel en la escena de la historia.
¿Qué estaba en juego tras el barullo de la universidad tomada, el candado en el pórtico, el lienzo que acusaba la mentira con que creíamos ser juzgados, la remoción del Rector-Obispo y la idea de que la UC debía autogobernarse y abrir sus puertas a la sociedad? Ante todo, el cambio de dirección que venía produciéndose en el catolicismo político-social chileno, dentro del cual la UC ocupaba un lugar estratégico. La Democracia Cristiana había alcanzado la hegemonía del voto católico, desplazando el control conservador. A su turno, el lenguaje y las propuestas de esta nueva hegemonía eran definidamente progresistas: hablaban de revolución en libertad, reforma agraria, promoción popular y una modernización de la economía y la sociedad. Sólo faltaba incluir la renovación de la cultura intelectual católica, vacío que empezaría a llenarse con la reforma de las UCs. Nos sentíamos comprometidos, además, con el "aggiornamento" de la Iglesia Católica, la ventana abierta al mundo por el Concilio Vaticano II y, en el ámbito universitario católico, con el manifiesto de Buga, de febrero de 1967, que subrayaba el papel crítico de la comunidad académica ante las alienaciones sociales y rechazaba la conducción autocrática de las universidades católicas.
En seguida, la reforma representó un movimiento de rebelión generacional. Significó la emancipación de los herederos, el cuestionamiento de la figura del padre, la ruptura -dentro de la cultura católica- con el principio de autoridad anclado en la familia, en las estructuras educacionales tradicionales, y en la represión sexual. Simbolizó, por decir así, el paso desde el principio de realidad y la sublimación al principio del placer, liberándose energías que pronto se manifestarían en los estilos de vida de los jóvenes católicos y en sus juicios morales. Al perder su legitimidad la Weltanschauung conservadora, surgieron modelos más diversos de convivencia, otras maneras de relacionarse con la naturaleza y la trascendencia, y otras apreciaciones estéticas.
Entre los años 1967 y 1968 pudo comprobarse, asimismo, que este movimiento tenía raíces geográficas más extendidas, las cuales apuntaban hacia una fuente común de malestares culturales en Berkeley, París, Praga, Santiago o México. En medio de la abundancia o la opresión, arremolinados tras las más diversas banderas ideológicas -comunitarias, anárquicas, maoístas, anti-autoritarias, del socialismo con rostro humano, etcétera- los jóvenes esgrimen y difunden las mismas metáforas: que bajo los adoquines se encuentran las playas y que el realismo consiste en pedir lo imposible. En distintos idiomas y circunstancias, repiten una y mil veces las palabras de Rimbaud: "cambiar la vida". Y este sentimiento encuentra sus propios canales de expresión en la música, el teatro, la liturgia, la amistad, el amor, el estudio y el trabajo.
De igual modo, reclamábamos cambiar los estrechos límites dentro de los cuales se desenvolvía la UC: su débil y obsoleta plataforma de conocimiento, sus pesadas rutinas docentes, la rigidez de sus jerarquías académicas, su enclaustramiento y lejanía de los ruidos de la ciudad, su distintivo clasismo e identificación con el catolicismo preconciliar. Anhelábamos otra formación; fuera de clases leíamos otros libros que los prescritos por el sylabus; nuestras conversaciones estaban pobladas por personajes -como la Maga y Oliveira- que no encontrábamos a nuestro alrededor y de autores y teorías excluidos de la reflexión universitaria. Nosotros, aprendices de brujo apenas, ansiábamos entrar en contacto con esas ideas que, sin embargo, apenas lograban penetrar los gruesos muros de la universidad. Igual como ocurría con los grandes sucesos de aquella época -la guerra de Vietnam, los ecos de la revolución cubana, el juicio a Eichmann, el movimiento por la igualdad de derechos y Martin Luther King, la descolonización de África...
En fin, aquel 11 de agosto pensábamos estar cerrando un ciclo en la vida de la UC y abriendo una nueva etapa, donde podrían conciliarse la emancipación generacional con las transformaciones de la sociedad. No sospechábamos que, por el contrario, la verdadera historia empezaba cruelmente a tejerse a nuestras espaldas, lo cual sólo puede apreciarse en retrospectiva.
"Frecuentemente los momentos de gran significación cultural sólo llegan a ser reconocidos en retrospectiva. Los años 60 fueron diferentes: la trascendental importancia que los contemporáneos atribuían a su tiempo -y a sus propios egos- fue uno de los aspectos esenciales de esta época". Así comienza T. Judt su historia de la posguerra europea referida a este período. ¿No vale su reflexión también para nuestra revolución universitaria, cuyo punto más visible fue la toma de la UC hace 40 años? Pues es cierto: quienes en ella participamos experimentamos aquel momento con una exaltada conciencia de emancipación y de nuestro propio papel en la escena de la historia.
¿Qué estaba en juego tras el barullo de la universidad tomada, el candado en el pórtico, el lienzo que acusaba la mentira con que creíamos ser juzgados, la remoción del Rector-Obispo y la idea de que la UC debía autogobernarse y abrir sus puertas a la sociedad? Ante todo, el cambio de dirección que venía produciéndose en el catolicismo político-social chileno, dentro del cual la UC ocupaba un lugar estratégico. La Democracia Cristiana había alcanzado la hegemonía del voto católico, desplazando el control conservador. A su turno, el lenguaje y las propuestas de esta nueva hegemonía eran definidamente progresistas: hablaban de revolución en libertad, reforma agraria, promoción popular y una modernización de la economía y la sociedad. Sólo faltaba incluir la renovación de la cultura intelectual católica, vacío que empezaría a llenarse con la reforma de las UCs. Nos sentíamos comprometidos, además, con el "aggiornamento" de la Iglesia Católica, la ventana abierta al mundo por el Concilio Vaticano II y, en el ámbito universitario católico, con el manifiesto de Buga, de febrero de 1967, que subrayaba el papel crítico de la comunidad académica ante las alienaciones sociales y rechazaba la conducción autocrática de las universidades católicas.
En seguida, la reforma representó un movimiento de rebelión generacional. Significó la emancipación de los herederos, el cuestionamiento de la figura del padre, la ruptura -dentro de la cultura católica- con el principio de autoridad anclado en la familia, en las estructuras educacionales tradicionales, y en la represión sexual. Simbolizó, por decir así, el paso desde el principio de realidad y la sublimación al principio del placer, liberándose energías que pronto se manifestarían en los estilos de vida de los jóvenes católicos y en sus juicios morales. Al perder su legitimidad la Weltanschauung conservadora, surgieron modelos más diversos de convivencia, otras maneras de relacionarse con la naturaleza y la trascendencia, y otras apreciaciones estéticas.
Entre los años 1967 y 1968 pudo comprobarse, asimismo, que este movimiento tenía raíces geográficas más extendidas, las cuales apuntaban hacia una fuente común de malestares culturales en Berkeley, París, Praga, Santiago o México. En medio de la abundancia o la opresión, arremolinados tras las más diversas banderas ideológicas -comunitarias, anárquicas, maoístas, anti-autoritarias, del socialismo con rostro humano, etcétera- los jóvenes esgrimen y difunden las mismas metáforas: que bajo los adoquines se encuentran las playas y que el realismo consiste en pedir lo imposible. En distintos idiomas y circunstancias, repiten una y mil veces las palabras de Rimbaud: "cambiar la vida". Y este sentimiento encuentra sus propios canales de expresión en la música, el teatro, la liturgia, la amistad, el amor, el estudio y el trabajo.
De igual modo, reclamábamos cambiar los estrechos límites dentro de los cuales se desenvolvía la UC: su débil y obsoleta plataforma de conocimiento, sus pesadas rutinas docentes, la rigidez de sus jerarquías académicas, su enclaustramiento y lejanía de los ruidos de la ciudad, su distintivo clasismo e identificación con el catolicismo preconciliar. Anhelábamos otra formación; fuera de clases leíamos otros libros que los prescritos por el sylabus; nuestras conversaciones estaban pobladas por personajes -como la Maga y Oliveira- que no encontrábamos a nuestro alrededor y de autores y teorías excluidos de la reflexión universitaria. Nosotros, aprendices de brujo apenas, ansiábamos entrar en contacto con esas ideas que, sin embargo, apenas lograban penetrar los gruesos muros de la universidad. Igual como ocurría con los grandes sucesos de aquella época -la guerra de Vietnam, los ecos de la revolución cubana, el juicio a Eichmann, el movimiento por la igualdad de derechos y Martin Luther King, la descolonización de África...
En fin, aquel 11 de agosto pensábamos estar cerrando un ciclo en la vida de la UC y abriendo una nueva etapa, donde podrían conciliarse la emancipación generacional con las transformaciones de la sociedad. No sospechábamos que, por el contrario, la verdadera historia empezaba cruelmente a tejerse a nuestras espaldas, lo cual sólo puede apreciarse en retrospectiva.
Comentarios