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El escritorio de Banville


Babelia le dedicó su ultimo número a John "El Mar" Banville. La foto de arriba es de su escritorio. Iván Tahys destaca las 3 moleskine que están encima de su mesa y el hecho que usa Mac. Yo encuentro algo pequeña la mesa, lo que debe obligarle a administrar muy bien el desorden y la cantidad de libros encima. Se nota que no fuma por la ausencia de ceniceros.

Dice en Babelia (y apostaría a que la nota aparecerá en Artes &Latas):
Se hace pasar por un autor casi marginal, escudado tras sus ventas. Algunas de sus novelas, es cierto, han tenido tiradas iniciales de 5.000 ejemplares. También es cierto, sin embargo, que fue editor literario del Irish Times y que sus críticas, ocasionalmente feroces, se publican desde hace años en The New York Review of Books, donde se dio el gustazo de destrozar una novela, Sábado, de un colega tan insigne como Ian McEwan. Es amigo de Claudio Magris y cuenta divertidísimas anécdotas de otros escritores, con la condición de que no se publiquen. El almuerzo transcurre ameno: luce el sol sobre Dublín, desde la ventana se ven las aguas plateadas del Liffey, Banville pide más vino y los comensales ríen.

John Banville nació en Wexford, una ciudad provinciana en un país que entonces, a mediados de los cuarenta, era el colmo del provincianismo: pobreza, hipocresía, sotanas y censura. La prensa inglesa llegaba recortada, porque un irlandés no podía ver un anuncio de preservativos. Su padre trabajaba en un garaje y su madre se cuidaba de la casa. No fue a la universidad. En cuanto pudo se largó de casa y encontró empleo como oficinista en Aer Lingus, las líneas aéreas irlandesas. Fue un don nadie durante décadas, y lo sabía. Un don nadie con la pinza. Ese antiguo martirio del ego asoma puntualmente. Al hablar de su Arte, habla con mayúsculas. Nada de falsas modestias. En 2006, cuando recibió el prestigioso Booker Prize, el máximo premio literario británico, por su novela El mar, Banville felicitó al jurado por conceder el reconocimiento a “un libro de verdad”.

Bajo el restaurante se encuentra la librería The Winding Stair. Insiste en entrar y ruega que se cite el nombre, porque es amigo de los propietarios. Para sellar el pacto con el entrevistador, comete un soborno escasamente delictivo y le regala Cartas de Ted Hughes, una recopilación de la correspondencia privada del poeta inglés. Son 37 euros y 756 páginas. “Ya verá, es muy ingenioso”, explica. En ese momento, el receptor del pesado soborno sospecha que el libro sobre Hughes, quizá como las chuletas, forma parte de una broma críptica. Y no: las cartas del poeta son, en efecto, casi divertidas. A Banville, con su pasión por escudriñar el alma humana, deben apasionarle.

A Banville le incomoda su reputación de escritor para élites, de “escritor para escritores”. “Esa fama es un desastre”, bromea, “porque los escritores no compran libros, y si lo hacen es para apuñalarte por la espalda”. Admite, en cualquier caso, que su prosa “puede ser difícil, aunque a mí no me lo parezca”. “Es cierto, mis textos no toleran al lector que se duerme entre una línea y otra. Exigen atención. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría escribir?”. Esta parte de la conversación transcurre en el estudio de Banville, donde no queda ya margen para disimulos. Es el momento de hablar de su talento. Y de la pinza. Y de su otro yo.

Empieza con el viejo y solvente argumento de la condición irlandesa. “Yo soy irlandés, y los escritores irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera. Cuando leo a Nabokov [de origen ruso] le entiendo perfectamente, porque también escribe inglés desde fuera. Un autor inglés intenta que su prosa sea fácil y transparente, siguiendo el consejo de George Orwell: el texto debe ser como una hoja de cristal. Para mí, para los irlandeses, no debe ser un cristal, sino una lente capaz de aproximar, alejar o distorsionar. Mire, venimos del gaélico, una lengua extraordinariamente evasiva en la que no es posible decir cosas directas. No se puede decir, por ejemplo, “soy un hombre”. Habría que decir algo así como “estoy en mi hombría”. El gaélico es oblicuo y se aleja continuamente de lo esencial, mientras el inglés es lo contrario, va directo al grano. “Esa tensión, nacida a mediados del siglo XIX, cuando dejamos de hablar gaélico y adoptamos el inglés del imperio, generó un lenguaje nuevo y potente. El lenguaje de Wilde, Keats, Shaw, Joyce, Beckett, distinto del inglés de Inglaterra, Estados Unidos o Australia”.

“Irlanda es un país de contadores de historias”, prosigue. “Imagine que uno de nuestros políticos o uno de nuestros obispos comete algo terrible. Bien. A usted le interesaría saber exactamente cómo han sucedido las cosas. Para nosotros, eso es secundario. Lo que nos importa es cómo van a explicarse. Si el político o el obispo son capaces de justificarse con gracia, es decir, con un relato humano y apasionante, pueden salir del apuro sin grandes problemas”.

Tras el circunloquio irlandés, el trabajo de Banville, que fabrica su prosa “con los horarios de un oficinista: de nueve y media a seis, con una pausa para el almuerzo”. “Al principio escribía y reescribía, y mi primera novela tuvo nueve versiones. Ahora no. Ahora voy frase a frase, y no paso a la siguiente hasta conseguir exactamente lo que quiero. También me interesa el ritmo, dentro de la frase y en el conjunto. Es muy importante conseguirlo”.

“Creemos hablar una lengua”, prosigue, “pero es la lengua quien nos habla a nosotros. Cada palabra ha sido utilizada ya un billón de veces y carga con el eco de todo ese uso; también carga, además, con el peso de todas las cosas que no dice. Shakespeare y Cervantes vivieron cuando el hombre moderno descubrió el yo, fueron los primeros en decir realmente ‘soy yo’, y escribieron en un molde relativamente nuevo. El inglés y el castellano eran idiomas jóvenes. Ahora son idiomas gastados, cansados, y a la vez más ricos. En realidad, las palabras siguen sorprendiéndome, sigo descubriendo en el diccionario acepciones que desconozco”. A Banville le encantan las anécdotas literarias. “¿Sabe lo de Thomas Hardy? Una vez topó en un libro con una palabra que ignoraba. Buscó en el diccionario y resultó que la única fuente para esa palabra era una frase escrita por el propio Hardy”.

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