Las vírgenes suicidas (1994), Jeffrey Eugenides.
"El verano en que comienza la novela, mientras las moscas de la fruta, que apenas nacen, ya están muriendo, lo cubren todo, Cecilia, la pequeña de las cinco hermanas Lisbon se mata atravesada por los hierros de la verja que está bajo la ventana desde la que se lanza al vacío. Durante ese largo invierno, los árboles van cayendo, uno a uno, sacrificados para evitar que se extienda por toda la ciudad la enfermedad que los aqueja. Y el verano siguiente en el que una plaga de algas se extiende por el lago, inundando todo el barrio de un pestilente olor que impide respirar, Bonnie y Thérese, Lux y Mary Lisbon se suicidan.
Muchos años después cuando los que entonces eran muchachos adolescentes se acercan rápidamente a la mediana edad, rememoran y tratan de dar sentido a lo que en aquel verano ocurrió, aquello que no ha dejado de obsesionarles y cuyo significado se les escapó en su momento y todavía ahora no son capaces de reconstruir. Todo este tiempo han guardado, como reliquias, distintos objetos que pertenecieron a las cinco hermanas y que repasan una y otra vez tratando de dar con la solución del enigma.
Porque las hermanas Lisbon eran en vida y fueron tras su muerte un enigma que ellos se vieron impotentes para desentrañar. Eran el enigma de la feminidad cuando vivían, cuando sonreían, cuando tomaban el sol en el jardín, en cada pequeño gesto que ellos, ávidos, trataban de sorprender. Fueron un enigma después, progresivamente encerradas, recluidas en una casa a la que nadie accedía, que soñaban con recorrer, sorprendiéndolas en su intimidad. Fueron un enigma más tarde cuando lanzaban sutiles mensajes de auxilio, encendiendo y apagando las luces, pidiendo catálogos y más catálogos por correo, lanzando mensajes que ellos encontraban entre los radios de sus bicicletas. Pero se convirtieron en el supremo enigma tras su muerte, último y definitivo mensaje que todavía hoy no saben como interpretar.
Aquello que no consiguen aprehender, lo que hoy como entonces se les escapa, es el aroma de la adolescencia, esa etapa mítica que, incluso más que la infancia, es en parte real y en parte reconstruida en la edad adulta. La percepción del mundo que tenemos entonces, intensa y absoluta, no se recupera, pero el desconcierto se mantiene. Nunca comprendemos del todo al adolescente que fuimos, pero tampoco conseguimos nunca desembarazarnos de él por completo. Nuestro yo es infinito en la adolescencia, capaz del mayor entusiasmo y de la mayor desesperación. Hacerse adulto consiste básicamente en adaptarse a uno mismo, igual que nos adaptamos a un traje estrecho.
Por todo ello el final de las hermanas Lisbon es contemplado, por aquellos que lo vivieron de cerca, como algo terrible, sí, pero no trágico. Quizás porque ellas perdieron el futuro probable, pero conservaron todos los posibles y ellos viven hoy en un futuro que ni siquiera imaginaron y en el que el sitio reservado a la esperanza se ha ido haciendo más y más pequeño.
Cuando el doctor pregunta a Cecilia, tras su primer intento de suicidio, "¿Qué haces aquí niña, si aún no sabes lo mala que es la vida?" Cecilia le contesta: "Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años". Cualquiera que conserve en su interior una parte del adolescente confuso que un día fue, comprenderá a Cecilia y, sin duda, disfrutará con este libro. "
Reseña de María Castro citada desde el Archivo de Nessus
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